Dedicatoria
Siempre se escribe por alguien más, en un cuarto prestado, desde un lugar impropio. Lo que se tiene pensado escribir no se escribe, o se escribe tratando de recuperar una claridad perdida, irrecuperable. Toda escritura es huella de ese Algo irrecuperable.
La primera frase es el naufragio. Es el momento en que ya todo está perdido: el momento preservado por azar de una teoría entera del tiempo. El momento: metonimia de la eternidad. El madero sobre el que Ulises se afirma luego de que el divino Posidón dejara caer sobre su barca avalanchas de agua salada, arropado todavía con el manto inmortal de la ninfa Ino, así es la primera frase de la aventura; un transporte precario, es cierto, pero suficiente, capaz de llevar al héroe lejos de Circe, su captora-amante, y del recuerdo terrible del dios que rompe las junturas de las hondas naves dispersando sus fragmentos por el mar, como hebras de paja.
A partir de ese momento ya no hay retorno: la escritura se ha puesto de pie.
Llena de dudas, extranjera en tierra de extranjeros, la frase se pone de pie sobre la página y sobre las aguas. ¿Camina, baila, se queda inmóvil? ¿Qué hacemos con esa primera frase extraña, casi alienígena, sino seguirla ciegamente a donde nos lleve, sin importar el destino final?
Se dice que la inspiración no es sino la primera frase que dan los dioses, y que todas las siguientes son escritas por el deseo de perpetuar el impulso mágico, el milagro de no haber desaparecido bajo las olas: es una cuestión sagrada, pues sería ingrato dejarse morir cuando un dios le ha dado alas a nuestra boca.
No sé si la primera frase la den los dioses, pero siempre es un regalo. Es el primer acorde del concierto. Establece un tono, un ritmo, una melodía. Es la palabra que abre pista para el baile de máscaras.
Pero profesemos una ética sin garantías; es decir, una ética sin dioses: la frase ha aparecido así, en la página, como una moneda en medio de la calle, como un buen augurio.
¿Y entonces?
El regalo viene con su oquedad a cuestas, con su posibilidad hecha cuerpo. Una frase es una frase es una frase, etc., y sólo dice lo que dice. El vértigo del vacío es su dominio. ¿Qué sigue, qué sigue a la frase, al milagro?
Nadar.
Flotar con gracia, al menos mientras una nueva ola del dios nos sumerja de vuelta al olvido del que surgimos. Y nos sumirá de nuevo. Tarde o temprano.
La alternativa es quedarse suspendido en el madero de la primera frase, darlo todo por terminado en ese momento: incluso cuando la frase aparece en la mente, negarse por todos los medios a escribirla. Pero hay un punto en que no se
puede dejar de escribir. Cuando no conocemos el nombre del dios lo llamamos azar, que es el nombre cualsea del dios del instante. De éste. Y de este que pasa, que va pasando, que ha pasado.
Será mejor nadar. Hacerse el que nada. Interrumpir la nada nadando.
El que escribe se interrumpe. Interrumpe la aparición de la frase, interrumpe incluso el sueño para escribir, para cambiar el sueño en escritura, para trocarlo o canjearlo por algo que aún desconoce. Puede quedarse, aguardar, esperar, a condición de escribir esa primera frase —la única necesaria, la absoluta, la que promete la derrota de la escritura, la que es hija del error.
La frase vista en sueños nos saca de la cama, nos interrumpe el sueño y nos arrastra al escritorio, nos aleja de la mujer que nos amó, nos lleva a otra ciudad, nos da otro nombre. Ya no hay vuelta atrás: es preciso escribir esa frase, la primera, el punto de no retorno.
Una vez escrita pareciera que su cumplimiento está dado: la escritura ha tenido lugar. Ya está todo demostrado: ya hemos ganado un instante al tiempo, y aunque nada haya cambiado en apariencia ya somos otros. Pero esa victoria dura apenas el instante de escribirla: más allá de esa frase, en la vastedad de lo no escrito, hay dragones.
Hay dragones en el margen de los mapas antiguos, en el espacio de lo desconocido, en el punto de no retorno del mar. En la cartografía de los geógrafos europeos del siglo xv están indicados con la frase Hic svnt dracones, como signo de desviación para los navegantes, como el “Disculpe las molestias que esta obra le ocasiona”, como el lugar intransitable y mortal donde viven monstruos, donde los barcos caen y no vuelven. No sabemos cómo son los dragones, pero sabemos —y nos basta— que son terribles como serían los dioses, que los ingleses y portugueses y españoles que destruyeron por primera vez América imaginaban con forma de dinosaurios.
Agotados, exhaustos llegamos ya a la primera frase. Entonces te pones a nadar hacia el pliegue del horizonte, allí donde los dragones tienen sus aposentos. Escribes.
Cada palabra acota su propia frontera: hay un salto al vacío entre cada una: un dragón más terrible que el anterior. Silueta de un cuerpo, la palabra, bordes de tiza en la banqueta de la página convertida en escena del crimen. Un campo de muerte su silencio atronador: he querido ver incluso en el cúmulo de un bloque de texto la mirada misma del enemigo, de todo lo que se opone al deseo de escribir. No el canto de las sirenas sino, como decía Kafka, su silencio. El silencio de las sirenas. Te preguntas si las sirenas cambiarán de piel; si la playa de la isla de las sirenas será un jardín de huesos y escamas podridas.
Te preguntas si las sirenas están muertas, de viaje o simplemente callan. Si cambiaron de piel para convertirse en cantantes de karaoke. Si cambiaron de piel para convertirse en ambulancias.
Escritura: piel que mudan los dragones.
“Mírate, hombre”, te dices a ti mismo, “armado hasta los dientes con tu microscopio conceptual. Sabes que Deniz y Rimbaud y Alain y Rojas, el Gonzalo, un puntapié te dieran en el hocico por hacer la apología de la página en blanco, de las escrituras del escribir, del elizondiano escribo que escribo, de las escrituras sin texto que según tú se guardan en sus profundidades epidérmicas. Las páginas en blanco son para escribir: uno toma cualquiera, pues cualquiera es todas pero sobre todo es una, ésa, ésta, y la coloca en alguna superficie que le sirva de soporte con el fin de utilizarla, para valerse de ella como de cualquier otra herramienta, o cualquier tecnología de conocimiento, una rueda, una cuchara, un revólver. No hay para que dar más vueltas: se escribe o no se escribe”.
Con razonamientos de este tipo negamos que escribimos incluso cuando no escribimos; que leemos la posibilidad de la escritura en todas partes, y la partitura del silencio que ya está dada de antemano en todas las páginas en blanco, desde las cuales un dragón invisible nos está mirando.
Entonces plantamos cara y culo en el escritorio y nos ponemos a nadar sobre la página. No llegaremos a ninguna parte, pero no podemos dejar de ir. No somos libres para renunciar. Nuestro cautiverio habrá de liberarnos. Tal vez. Porque escribir es la única manera de vencer el miedo a escribir.
Dedico, pues, este libro, a los funambulistas de la primera frase. A los que no reculan frente al miedo a los dragones. A los que traman en silencio, sin miedo y sin esperanza alguna, los libros que vendrán.
Aclaración
Este texto se desprende de la novela La rebelión de los negros, del escritor mexicano Javier Raya.
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