A estas alturas, Horacio Castellanos Moya no necesita presentación. Todo buen lector salvadoreño sabe quién es y adónde ha llegado. Sin embargo, si aún no lo sabe porque no es lo suyo estar pendiente de las novedades editoriales, permítame darle la noticia: Penguin Random House. Sí, ni más ni menos, el agitador por mérito propio de la miasma salvadoreña ha dado el salto a las grandes ligas, a la élite literaria. Si con Tusquets alcanzó la cima; con Penguin, el Olimpo.  

Esta casa editorial publicó este año El asco, Moronga y La diáspora. Esta última supuso de algún modo una novedad porque fue la primera vez que vio la luz fuera de El Salvador desde que se publicó en 1988 en UCA Editores después de ganar el premio nacional que otorgaba esta universidad.  

Quisiera no obstante decirles que es una gran novela, pero no es así. No soy quién para decirlo, por supuesto, pero permítame decirle que opiniones habrá acerca de un libro como lectores hay en el mundo. Y, muy a pesar mío, esa es mi consideración.

La novela, eso sí, se lee de un tirón, lo cual ya es mucha ganancia. No todos los escritores tienen la suerte de pisar fuerte con sus debuts literarios. El mismo Bolaño, quien elogió algunas novelas de Moya, le confesó a Antoni García Porta, con quien escribió a dúo su primera novela, las falencias de su estreno como novelista (Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce). Ahora bien, es mi deber sustentar mi intrépido sentir y confesarles las que creo que son las falencias de la primera novela de Moya.

En primer lugar, ni el inicio ni el final de La diáspora destacan por ingeniosos, como sí lo hacen, por ejemplo, el comienzo de Insensatez y el final de El sueño del retorno. Es un hecho que tales habilidades (un gran comienzo, un buen final) ni siquiera figuran como exigencia del canon –incluso hay grandes historias con inicios mediocres–, o que haya autores que piensan que estos recursos no son determinantes y que por lo tanto no merecen la máxima atención, puesto que, dadas las dimensiones de una novela, luego de una primera frase, obviamente, hay muchas más que la anteceden, por lo que siempre habrá tiempo suficiente para reivindicarse con alardes de destreza verbal. Sin embargo, también hay quienes consideran que un buen comienzo es el augurio de una gran novela. De hecho, es casi improbable que una novela con un gran comienzo decepcione al lector.  

En mi experiencia, las novelas que más me han impresionado se caracterizan precisamente por poseer un inicio sorprendente (El extranjero, El túnel, Lolita, Asfixia, Memorias del subsuelo, El sentido de un final, El guardián entre el centeno, El filo de la navaja, Middlesex, El tambor de hojalata, Me llamo Rojo, Confesiones de un payaso…).

Sé que puede pensar que estoy juzgando una “novelita lumpen” tercermundista basado en un gusto bastante personal y, sobre todo, mediante un parámetro demasiado riguroso (toda novela debe tener un gran comienzo) y contrastándola con obras maestras de la literatura universal. No obstante, como lector puedo arrogarme el derecho de la exigencia, ¿o no? Y sucede que en toda información que he revisado sobre Moya se indica que es uno de los escritores latinoamericanos más importantes de la generación de Bolaño y uno de los más destacados en la actualidad.

Muchos de estos detalles, por supuesto, tienen que ver con la masiva difusión que ha emprendido su nueva casa editorial para publicitar su obra, aunque quiero aclarar que no menciono esto para restarle importancia y calidad a su obra en general, sino más bien para justificar que como autor consagrado, elogiado y hasta sobrevalorado en algunos casos no se le puede exigir menos, ¿o sí? Aunque hay que admitir que la obra de Moya no se distingue por arranques ingeniosos, anzuelos asombrosos para captar el interés del lector, preámbulos sagaces o inicios prologados al estilo Ítalo Calvino.

La novela comienza con una referencia temporal (“Era el primer sábado de 1984. La Ciudad de México estaba sumida aún en el letargo de las vacaciones de fin de año”), un recurso gastadísimo dentro del género novelesco y que de por sí deja poco margen de maniobra para el ingenio y la creatividad de un buen inicio. Claro, siempre hay excepciones, no hay que olvidar que Los detectives salvajes o El conde de Montecristo comienzan mediante el mismo recurso y pese a ello existe un consenso general que los sitúan entre los mejores inicios de la literatura. En cuanto al final de La diáspora, ya sabe, no tengo que decir mucho: toda buena historia merece un buen final.

Coja el libro del estante de su colección personal de literatura nacional, o vaya y róbeselo al mejor estilo de Bolaño de una librería, o, en todo caso, si no lo tiene y no lo quiere comprar, vaya a una librería de segunda mano, tómelo y diríjase a la última página. Pese a su descubrimiento, cómprelo y léalo. Merece la pena conocer el debut de nuestro escritor vivo más importante hoy en día; solo de ese modo podrá apreciar sin sesgos la evolución estilística de Moya hacia una obra más sólida, depurada en el lenguaje, opulenta en técnicas narrativas empleadas con habilidad, provocadora, amena incluso y hasta más universal.

En segundo lugar, ya antes mencioné que, dadas las dimensiones de la novela, siempre habrá tiempo para reivindicarse; pero sucede que en La diáspora ni siquiera existe un discurso, un párrafo, una sola frase memorable –como sí se hallan en Insensatez o en Desmoronamiento– que contenga una verdad universal sustancial, una reflexión perspicaz sobre la condición humana o un pensamiento que evoque una de esas emociones de vivencia común en determinadas circunstancias dramáticas que te identifiquen con el padecimiento o la felicidad de los personajes o que perdure en la memoria por agudeza e ingenio o por inducir a una trascendente experiencia emocional. De hecho, en cuanto al lenguaje, lo que más destaca son los registros soeces de nuestra idiosincrasia lingüística. Léala y me dará la razón en cuanto conozca al Turco.

En tercer lugar, la novela incluye una escena erótica que, más que transmitir sensualidad o erotismo, provoca risa por la utilización de recursos lingüísticos soeces propios de nuestro registro más chabacano. Caso contrario ocurre en Baile con serpientes, por ejemplo, donde en una escena del protagonista el erotismo es bastante memorable pese a lo absurdo y lo políticamente incorrecto del asunto: zoofilia.

Por último, me atrevo a decir que los conflictos de los personajes no crean la tensión suficiente que mantenga activo el interés del lector, por lo que el ritmo de la historia se vuelve un poco llano; pese a esto, como dije antes, se lee de un tirón, pero no es precisamente por la eficacia de la trama, sino que más bien por la eficiencia de las múltiples técnicas narrativas (una constante en la obra de Moya), por directa, concisa, provocadora y por ciertas muestras de humor vulgar y obsceno propias de nuestra cultura.