Un día en la vida abrí los ojos y era lunes de Noviembre. Despierta mi bien despierta, canté con clara Claribel Alegría. Pero entonces amaneció también El desencanto bajo El cielo del istmo, el inicio de Las ruinas de la semana y de La habitación al fondo de la casa, La casa gris, La casa sin alma, La casa de Moravia… Lo mismo que El amanecer de los tontos, me dije. De pronto me vi en un Juego de espejos con Imágenes a la deriva, como La diabla en el espejo, y pregunté: ¿En presencia de quién estoy?, y me sobrevino El asco, el Desmoronamiento, Las sombras del pasado de la Tirana memoria, y, como Cada día tiene su afán, añoré el Milagro de la paz; sin embargo, contemplé de nuevo El rostro en el espejo y fui como un Cerdo duplicado que se dice a sí mismo: Te recuerdo que moriremos algún día.

Cualquier forma de morir, le dijo el cerdo al otro cerdo, es un Paraíso portátil. Qué Insensatez, pensé, y recobré el juicio. En este paisito nos tocó y no me corro, esta no será La última guinda, me dije con Lujuria tropical, si hasta Dios tenía miedo en Cuscatlán, donde bate la mar del sur, al fin y al cabo, me dije, Si es vida tiene que ser susto. Qué Insensatez, repetí, y recobré de nuevo el juicio y me dio por pensar en Cosas del terruño, pero me embargó un extraño Dolor de patria por ser lunes de un Siglo de O(g)ro. Quién no desea que los lunes fuesen como Una vida en el cine, mas uno se siente como El perro en la niebla en La isla de los monos, como Caperucita en la zona roja, como Un número cualquiera, como Un pobrecito poeta que era yo… Pero entonces, como si dentro de mí exclamara ¡Justicia, señor gobernador!, un millar de Hombres contra la muerte, o como un Disparo en la catedral, grité: «¡Basta!», y ahora sí recobre la compostura y me convencí de que no todos los inicios, como los lunes, tienen por qué ser malos y que hay Días felices en el país de las sonrisas. Volví a pensar, como piensan los compatriotas de La diáspora en El sueño del retorno, en las Cosas del terruño y recordé que un lunes de esos de Andanzas y malandanzas se me ocurrió una idea que anoté en los Apuntes de una historia de amor que no fue, que consistía en saber, o al menos apreciar, desde mi punto de vista, cuáles eran los mejores inicios de la novela salvadoreña, del Valle de las hamacas, todo porque ese día, que era lunes, rememoré grandes inicios de la literatura universal como el de El túnel o de El extranjero, o el de Grandes esperanzas, o el del Tambor de hojalata, o el de Me llamo rojo, y entonces recordé que tengo un amigo, uno de esos con Grandes almas, Almas nobles que por diferentes y extrañas circunstancias de la vida poseen La fama infame del famoso (ap)atrida, que posee una enorme colección de novelas salvadoreñas (y déjenme decirles que la producción novelística de nuestro país no es precisamente una legión. Para que me entiendan: solo Ryoki Inoue tiene en su haber más novelas que todos nuestros escritores juntos; sí, el brasileño, ese que escribía hasta una novela diaria) y le pedí que me permitiera consultarlas para tal fin. He aquí mi elección.

1. El desencanto, de Jacinta Escudos

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Hay gente que tiene miedo de hablar sobre sus cosas.
Espero que yo no tenga miedo para decir las mías.
Así escribe la mujer en su cuaderno. Y luego no escribe más.
Deja las dos frases ahí, mientras se reclina en la silla.
Enciende un cigarrillo.
Piensa.

2. Apuntes de una historia de amor que no fue, de Jacinta Escudos

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5:30 a. m.

Abro los ojos. Me desagrada profundamente darme cuenta de que estoy despierta. Los cierro y pienso que quizás me pueda dormir otra vez. Pero es inútil. No puedo evitar hacer un recuento mental de todo lo que tenemos que hacer hoy. Son tantas cosas que me espanta el sueño. Imagino que el día será como todos: la misma gente, las mismas tareas, incluso las mismas frases o palabras. En fin, que después de la trágica noche viene el trágico día, pienso, mientras volteo mi cara hacia la ventana para terminar de darme cuenta que el día está exageradamente lleno de viento, que pese al sol hace frío y que la cama está vacía, o sea, que no está él aquí para amanecer entre mis brazos, para verlo despeinado, violentamente pálido y ver en sus ojeras “las palmeras borrachas del sol”, y verlo, verlo moverse, gemir de placer, su cuerpo desnudo con sabor a tristeza y cosas inexplicables que sólo él tiene.

3. Insensatez, de Horacio Castellanos Moya

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Yo no estoy completo de la mente, decía la frase que subrayé con el marcador amarillo, y que hasta pasé en limpio en mi libreta personal, porque no se trataba de cualquier frase, mucho menos de una ocurrencia, de ninguna manera, sino de la frase que más me impactó en la lectura realizada durante mi primer día de trabajo, de la frase que me dejó lelo en la primera incursión en esas mil cien cuartillas impresas casi a renglón seguido, depositadas sobre el que sería mi escritorio por mi amigo Erick, para que me fuera haciendo una idea de la labor que me esperaba. Yo no estoy completo de la mente, me repetí, impactado por el grado de perturbación mental en el que había sido hundido ese indígena cachiquel testigo del asesinato de su familia, por el hecho de que ese indígena fuera consciente del quebrantamiento de su aparato psíquico a causa de haber presenciado, herido e impotente, cómo los soldados del ejército de su país despedazaban a machetazos y con sorna a cada uno de sus cuatro pequeños hijos y enseguida arremetían contra su mujer, la pobre ya en shock a causa de que también había sido obligada a presenciar cómo los soldados convertían a sus pequeños hijos en palpitantes trozos de carne humana.

4. Te recuerdo que moriremos algún día, de Mauricio Orellana Suárez

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Hombre, la verdad, aquí no hay certeza de nada. Hasta ofende saber que sólo se tiene un sustantivo incierto en este encierro putrefacto. La verdad, soy el nombre Felipe y eso es todo cuanto hoy tengo, y lo único cierto desde que estoy metido en el Asilo de la Paz de los Últimos Días, es que no existe nada detrás de este aire viciado por mi nombre. El aire es lo más espíritu que esta vida tiene, y un nombre incierto anclado en él es todo cuanto nosotros tenemos.

5. Las mareas, de Mauricio Orellana Suárez

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Este año ha venido a matarme, Willie. Desde hace meses, antes de que este año apareciera, lo supe sin ser erudita, como se saben las cosas en sueños premonitorios (viene la tormenta, el viento la presagia). Lo sé a pesar de esta mi simplicidad que no sabe de mitos griegos o latinos, y a pesar de la vulgaridad que se abandona a su pasado de falta de visión de mundo con que se me “educó”. Con todo eso sé que me queda larga la vida. Sé mucho de asesinos además, y no porque sea muy lista. Lo sé de forma práctica, por el hecho de entender que estoy siendo asesinada.

6. Hard Rock, de Felipe A. García

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Ernesto se suicidó sólo por jodernos.
Se disparó frente a todos.
Nadie sabe por qué.
Bueno, sí lo sabemos. Sólo fingimos que no.

7. Corazón ladino, de Yolanda Consuegra Martínez

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¡Qué lentas pasan las horas cuando soy desdichada! ¡Qué perezosa y lánguida mujer se me antoja el día! Como un collar de cuentas infinitas que jamás acaban de desgranarse. La noche nunca llega, pero cuando las sombras preludian su venida, me aterra pensar en esas ocho, nueve o diez horas que tendré que pasar en la oscuridad… sola… Sin más compañía que mis recuerdos y mis temores.

8. Los locos mueren de viejos, de Vanessa Núñez Hándal

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Mamá tuvo siempre temor a la vejez y que con ella llegara el delirio. No le gustaban los viejos y le daba mucho miedo perder la belleza, sin darse cuenta de que hacía mucho no la tenía.

9. Trenes, de Miguel Ángel Espino

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Esta novela irregular cabe dentro del viento. Carece de día, no tiene programa, está sobre el tiempo. El capricho sopló una vez la revolución de tu cabellera clandestina. Saltó en burbuja de oro, fresca y casual. Copió tu locura de matices. Y así, vestida de brisa, bajo la lluvia nueva, salió a sacudir los faroles a la calle del pueblo, un pueblo que se salió de la geografía, tan sucio, tan pobre y tan anochecido, que todavía dan ganas de orinarse en las esquinas. Un pueblo en donde los sabios regañan a los cometas cuando se equivocan de vía y las mujeres fuman su alegría, ofician en la mitología del beso y se amarran la tarde en la cintura, multiplicando el trópico en cada vaivén.

10. Pobrecito poeta que era yo…, de Roque Dalton

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Hombre joven, ligera (es un decir) mente sofocado por el calor de la calle (este país es un viejo incendio, etc.). Ha entrado en este bar de nombre tan europeo (Chalo Olano lo decoró con maderas arrojadas por el mar, palmas disecadas, playwood en retazos y bellos trastos inservibles traídos de Nueva York y de aquel México de 1955-1957, irrepetible, México de consumo personal donde todo el mundo parecía salvadoreño y podía uno alquilar por un mes un apartamento de lujo en las calles de Génova y aspirar realísticamente a viviseccionar los encantos de incipientes estrellas de cine, y la Zona Rosa no se llamaba así y se gozaba más y más barato) precisamente a causa de ese calor anonadante y no ha podido perder aún cierta aureola denunciadora de su prisa santa por llegar de una buena vez a determinado destino final (¿de su jornada, de su vida?) apasionadmente suyo, inentregable.