Sobre Castellanos Moya se han dicho y escrito infinidad de cosas. Es el precio que se paga, supongo, por ser el escritor vivo más leído y publicado de todo un país. Dueño de un sentido del humor agrio, con varias novelas a cuestas, galardones importantes, algunos de ellos inéditos en esta región del mundo, Castellanos Moya ha construido una sólida carrera literaria en esta tierra sombría donde nadie-lee-ni-mierda sobre un ya casi mito urbano de las letras modernas guanacas: El Asco.
En esta entrevista con el blog La sordera se contagia, el entrevistador pregunta sobre este libro polémico de Moya (lean toda esa entrevista, vale bastante la pena), y las líneas finales de su respuesta son estas:
Ahora bien, más allá de las anécdotas, el hecho es que en el sector dominante del país sí hay una animadversión hacia mí, yo la siento cuando voy. Y la han expresado, se la han dicho a gente para que me la hagan saber. Yo no tengo un buen clima en El Salvador. En general, a la gente no le hace gracia que yo esté ahí, o el libro.
Con ese dejo de egocentrismo del que no puede deshacerse nunca, Moya, Moyita, asegura que las amenazas bien pudieron venir de cualquier lado, aunque la teoría por la que más se inclina es que fue la derecha la responsable de la amenaza. La izquierda, dice, andaba enredada en sus propias cosas, y, por si fuera poco, a la derecha Moya le había dejado ir unos vergazos periodísticos unos años antes, así que con la publicación del libro, y acostumbradísimos como están a que nadie nunca los interpele, los dueños del país decidieron que era mejor que se fuera.
Pero esos temas políticos no me interesan en este momento. Lo importante aquí es esto: sí, la gente no quiere a Moya, lo odia. No saben la cantidad de amigos que tengo que son alérgicos a agarrar un libro, sobre todo si es de un autor nacional, pero se han leído El asco un par de veces. La gran mayoría de ellos detesta al cabrón que la escribió. Hasta se saben el nombre. Es, básicamente, la única referencia literaria nacional que conocen. Lo detestan, sobre todo en medio de las borracheras cuando, por joder, les recito aquel versículo del libro donde asegura que la Pílsener, nuestro gran orgullo nacional en materia cerveceril, es diarreica. Se emputan. “Ese culero qué sabe de buena cerveza”, he escuchado decir. Yo me deleito.
Odiáme por piedad, yo te lo pido
Varias veces me he cuestionado por qué me genera placer escuchar a mis amigos, borrachos, putear a Horacio. O por qué me alegra tanto ver que cuando se comparte en Facebook alguna nota sobre el susodicho son siempre más los comentarios negativos que los positivos.
Yo ni odio ni me enoja una novela como El asco, ni creo que haya que tomarse tan a pecho las críticas que hace el libro a nuestra amada tierra cuscatleca, ni creo que todo lo que escribió sean sus apreciaciones reales sobre el país. Pero no puedo evitar disfrutar de ese odio fervoroso. Me he leído una buena parte de su obra y meto las manos al fuego que Moya, muy a su modo insolente, ama con cierta obsesión a este país y su historia. Su dinastía familiar (los Aragón, con todos sus apellidos mezclados) es profundamente salvadoreña, al tiempo que es profundamente centroamericana. Su última novela, Moronga, continúa explorando los estragos de la guerra en quienes la padecieron de primera mano. Roque Dalton, el Gran Poeta salvadoreño, sigue estando presente en el corazón (misántropo y misógino, como dice aquella señora) de Moyita.
Creo que me gusta que lo puteen porque eso ya representa un cambio importante en la concepción que tenemos sobre nuestra literatura: una novela no debe solo darnos placer, distracción o reportar un incremento en nuestro caudal intelectual. A veces también debe incomodarnos, enojarnos; debe despertar en nosotros ese monstruo atroz en nuestros intestinos, que nos provoca escupir rabia.
Moya y los exiliados
Moya no es el único. Al menos en la historia reciente, que siempre es más fácil de rastrear, tenemos el caso de Jorge Galán, que se exilió hace unos años en Barcelona por culpa de su novela Noviembre, en la que explora, amparado en la ficción, el asesinato de los sacerdotes jesuitas de la UCA.
También sabemos que en los setenta y ochenta hubo una larga lista de escritores y poetas (encabezados, cómo no, por Roque Dalton) que se consideraban enemigos del gobierno en turno. Muchos de ellos fueron brutalmente asesinados. Pero el caso de ellos es distinto porque estábamos en medio de un conflicto armado (que tampoco estoy justificando ningún asesinato, que quede clarísimo), pero era otro contexto.
A Moya y a Galán los amenazaron en la «época de la paz», pongo especial énfasis en las comillas. En un momento donde, en teoría al menos, todos los derechos están garantizados, incluido el que defiende la libertad para escribir libros que nos encabronen.
Un par de cachetadas
Creo que es importante para el bien de nuestra democracia e identidad que existan más escritores exiliados o con amenazas reales de muerte debido a lo que escriben. Se lee bien feo y hasta grosero. Por supuesto que no estoy a favor de la censura en ninguna de sus manifestaciones, pero ¡ey!, en este país tan falto de lecturas, la censura de un libro o la proscripción de un autor es sinónimo de que algo bueno se habrá hecho: que existan autores capaces de saltarse la barda de lo establecido, que logren ser leídos incluso a fuerza de polémicas, al punto de convertirse en perseguidos, nos inspira a lo que queremos escribir.
Disfruto el odio contra Moya porque disfruto cuando un libro me abofetea sin anestesia (sin salivita, diría Moya) y me hace despertar hacia algo que no conocía. Y cuando esa bofetada no me cae solo a mi sino a todos en esta sociedad, el placer es más intenso.
Deseo que los autores salvadoreños y centroamericanos no sean nunca cómodos: vivir de la literatura es una tarea poco menos que imposible, pero si en el proceso nos pueden tirar un par de golpes bajos, bienvenidos. Ustedes y yo sabemos que esta esquina del mundo necesita un par de docenas de cachetadas para despertar.
Odiemos a Moya y a todos los escritores que se atrevan a decirnos verdades incómodas, porque el dolor quiere menos que el olvido.