Excéntrica. Así se me figura la obra de César Aira, aunque decirlo sea demasiado ambicioso, tomando en cuenta que el mismísimo Roberto Bolaño dijo de él que “escapa de todas las clasificaciones” (y quién soy yo para contradecirlo). Además, apenas he leído dos de sus libros: El congreso de Literatura y ahora Prins, la más reciente novela del argentino, presentada el 12 de abril de 2018 bajo el sello editorial de Literatura Random House.
Me resulta imposible no entablar puentes entre estas novelas, no solo por la cercanía de los temas que se abordan en ambas, sino porque además las historias coinciden en un lugar muy cercano a lo estrambótico, justamente en la excentricidad. Mientras que en El congreso de Literatura el personaje se disponía a “fotocopiar” a Carlos Fuentes, en Prins el personaje (que también es un escritor, solo que en este caso comercialmente exitoso) decide ponerle fin a su carrera como best seller de novelas góticas y sustituir ese hueco escritoril con el poder del opio.
Aira nuevamente recurre a la figura del escritor como personaje principal. Imagino que de esa forma será más sencillo exorcizar los demonios literarios que le atormentan, y que en el libro se materializan en forma de digresiones nunca demasiado largas, pero sí bastante contundentes.
“La literatura en sí no me importaba gran cosa. Pero de un modo u otro tendría que vérmelas con ella si quería ser escritor”, dice en algún momento.
Prins y el éxito comercial
La primera impresión que tuve es que Aira estaba abordando Prins como una crítica, disfrazada como parodia, contra un género “menor” como el de la novela gótica: cargada de tramas similares, casi de manual; con motivos, personajes y escenarios sustituibles y olvidables, y quizás por eso tan vendibles. A esto se le suma que el autor/personaje de estas novelas se aleja del viejo cliché del escritor maldito, mísero y callejero que no logra ser comprendido por una industria editorial cada día más injusta. Nada de eso. El personaje de Prins es asquerosamente rico, famoso cual típica estrella pop, y obnubilado por el éxito más prosaico.
Sin embargo, en el trayecto de la novela esa impresión se derrumba. Aira logra entretejer críticas contra la “literatura comercial”, los estereotipos erróneos del oficio, una historia onírica —producto del opio— con observaciones mordaces sobre qué significa realmente escribir ficción.
De hecho, esta es una de las fortalezas de la novela. Mientras que en El congreso de Literatura el lenguaje barroco y las digresiones son por ratos engorrosas, en Prins tienen un escenario ideal: la mansión del personaje se convierte en una especie de castillo medieval improvisado. La aparición de su antigua novia también resulta conveniente para rellenar la figura de la princesa en peligro, y así, Aira logra recrear el ideario de la novela gótica, en una historia contemporánea y cercana.
Bolaño sobre Aira
Para terminar, me gustaría traer a colación las palabras que en algún momento le dedicó el chileno Roberto Bolaño al argentino César Aira:
Si hay actualmente un escritor que escapa a todas las clasificaciones, ese es César Aira, argentino de Coronel Pringles, ciudad de la provincia de Buenos Aires que no tengo más remedio que aceptar como real, aunque parezca inventada por él, su hijo más ilustre, el hombre que escribió las palabras más lúcidas sobre la madre (un misterio verbal) y sobre el padre (una certeza geométrica), y cuya posición actual en lengua española es tan complicada como lo fue la posición de Macedonio Fernández a principios de siglo. Digamos, para empezar, que Aira escribió uno de los cinco mejores cuentos que yo recuerde. El cuento se titula Cecil Taylor, y lo recoge Juan Forn en una antología sobre la literatura argentina. También es el autor de cuatro novelas memorables […]. Aira es un excéntrico, pero también uno de los tres o cuatro mejores escritores de hoy en lengua española.
Poco antes de morir, sin embargo, Bolaño también le dedicó estas palabras al argentino:
Los amigos de Lamborghini están condenados a plagiarlo hasta la náusea, algo que acaso haría feliz al propio Lamborghini si pudiera verlos vomitar. También están condenados a escribir mal, pésimo, excepto Aira, que mantiene una prosa uniforme, gris, que en ocasiones, cuando es fiel a Lamborghini, cristaliza obras memorables, como el cuento Cecil Taylor o la nouvelle Cómo me hice monja, pero que en su deriva neovanguardista y rousseliana (y absolutamente acrítica) la mayor parte de las veces sólo es aburrida. Prosa que se devora a sí misma sin solución de continuidad. Acriticismo que se traduce en la aceptación, con matices, ciertamente, de esa figura tropical que es la del escritor latinoamericano profesional, que siempre tiene una alabanza para quien se la pida.
Me quedo, no obstante, con la primera apreciación de Bolaño: un prófugo de las clasificaciones. Eso es Aira.