Leí a Arthur Rimbaud a la misma edad en que él publicó Una temporada en el infierno. Me deslumbró y al mismo tiempo fantaseé involuntariamente con que, sin intentarlo, yo ya había fracasado, y ni siquiera como escritor, sino como aspirante. Un descalabro moral con remate y tiro de gracia, por si acaso. Yo solo era un niñato cursi sin parangón que garrapateaba en los cuadernos escolares pinitos de rimas ingenuas y versificación defectuosa dentro de la corriente del romanticismo más sensiblero y ridículo e inspirados en falditas de colegio, sin una sola pizca de conciencia acerca del sentimiento estético, del acto creador, de la autocrítica, de la importancia que cobran la asimilación, la percepción y el sentido del oído en torno a la lectura, la escritura poética, la música de las palabras y la combinación rítmica de estas; de la potente imagen visual (mental) y de la intensa emotividad que producen los versos más eficaces. Fui muy duro conmigo mismo, aunque debo admitir que no era para menos: había caído en mis manos uno de los libros de poesía más extraordinarios jamás escrito… ¡escrito por un niño!, un geniecillo pueril, promiscuo y malcriado que renunció a los 19 años a toda pretensión literaria solo porque sí.
Leer a Rimbaud supuso para mí una revelación vergonzosa: se abrieron mis ojos y conocí que estaba desnudo. Me escondí de la presencia de él detrás del estante de mi biblioteca personal, abrí un espacio en la segunda fila, de arriba abajo, entre dos ejemplares de libros que nunca leí, y asomé, sonrojado, mi rostro.
—¿Quién te ha hecho saber que estabas desnudo? —preguntó.
—Tú mismo —respondí—, y enseguida la visión se desvaneció.
Me di cuenta de inmediato de que dicha manifestación no era tan irreal, de que, en efecto, mis ojos se habían abierto: ¡Estaba desnudo! Aborrecí, por tanto, mis mamarrachadas líricas, me sonrojé de mi extrema cursilería, me avergoncé de mis escritos sentimentaloides y los sometí a la absolución del fuego; sin embargo, Rimbaud allanó el camino…
Y entonces me sobrevino la fiebre del malditismo: leí a Baudelaire, a Verlaine, a Mallarmé… Admiré sus vidas despreocupadas, decadentes y bohemias, sus desenfrenos y excesos, y, sobre todo, sus poéticas sombrías, trágicas, visionarias, luciferinas, rebeldes y renovadoras. Fantaseé, ahora sí voluntariamente, con una vida marcada por el genio y al mismo tiempo por la maldición. Anhelé, probablemente como todo amante de la poesía lo ha hecho alguna vez, ser como uno de ellos: escribir poesía, una poesía prodigiosa, y vivir “sin timón y en el delirio”. Hasta hoy, no obstante, a la misma edad en que el geniecillo de las letras francesas (lejos ya de cualquier aspiración literaria) traficaba armas en Harar, en la actual Etiopía, mi máximo logro dentro del malditismo cultivado ha sido enborracharme hasta perder la razón y el equilibrio en el frío y desconcertante anonimato del suelo.
Motivado por el influjo de estas lecturas, bebí, me emborraché y fui un “barco ebrio”, “allanando” el camino hacia “un largo, inmenso y racional desarreglo de los sentidos”; garabateé versuchos “oscuros”, distribuidos en el papel en líneas antojadizas y por pura ineptitud, sobre la miseria del hombre y sobre la constante insatisfacción de la vida; composiciones de tono “funesto y desgraciado”, coplitas sobre amores (irrisorios) desdichados, elegías ridículas que perfectamente podían sustituirse por el lloriqueo de un mozalbete fantasioso, versitos aciagos y taciturnos sobre la “desgracia”, el “infortunio”, el “sinsentido” y el “absurdo” humano, versitos compungidos y deplorables que cantaban “¿qué he hecho yo para merecer esto?”; versetes libres (era, según yo, el camino más cómodo) acerca de las tribulaciones amorosas, las pasiones desbordantes y los impulsos emocionales, siempre desastrosos, de la adolescencia; de las “angustias metafísicas”, la “desesperación” y los “fantasmas y demonios personales” (fantasmas y demonios que, para decirlo de algún modo, eran más bien una especie de hipocondría cuya única finalidad era montar la farsa de sujeto con destino trágico y que además estaban dotados de una frivolidad embarazosa, porque, hay que decirlo, el poeta siempre se ha creído especial, con una sensibilidad única y una capacidad y talento inigualables para sufrir e incluso regodearse por ello, para enseguida hallar el pretexto perfecto y emborronar cuartillas con el fin de que se compadezcan de él y se funde el mito en torno a su dolor y al sufrimiento de su pobre y triste figura, siempre melancólica, incomprendida y afligida, como si estos estados de ánimo y destinos trágicos fueran exclusivos de semejantes charlatanes y payasos pusilánimes, porque lo cierto es que todos sufrimos en distintas circunstancias de la vida, pues el mundo no es un lecho de rosas para nadie, he ahí la frivolidad de la que hablo: tales fantasmas y demonios, de los que tantas veces he escuchado hablar a poetastros presuntuosos de postura y de clavel, son una patética nimiedad comparados con el verdadero sufrimiento humano ). Todas estas composiciones, por supuesto, rebosaban de incontables desatinos, de cacofonías disonantes, rimas bobas, obvias y predecibles, metáforas trilladas y poco sugestivas, paradigmas inadmisibles en el lenguaje poético y un prosaísmo vacuo, cursi, infantil y tedioso; sin embargo, inconsciente de mi ingenuidad, eran las únicas competencias (porque, por otro lado, según yo, ya había emprendido la empresa de la autodestrucción y el exceso, y, por si fuera poco, para mi buena suerte, el infortunio y la tragedia ya me estaban aconteciendo, solo restaba enfrentarme a la página en blanco y escribir, como escupir, sinestesias, hipérboles, metonimias, símiles, antítesis, analogías y metáforas de índole sombrío) con las que contaba para abrirme camino hacia esa fantasiosa aspiración literaria.
Yo quería ser poeta maldito, “maldito, heterodoxo y alucinado”. Emborracharme hasta el culo. Fumar opio y achís y beber ajenjo. Andar el camino del exceso, asaltar el palacio de la sabiduría y escribir como un vidente o como un paria. Boicotear recitales de poetas del oficialismo y llamar la atención de los medios y que me llamaran sacrílego e irreverente. Redactar un manifiesto escandaloso, renegando de la tradición, con ínfulas renovadoras y postulados de vanguardia (ignorando la premisa de que no hay nada nuevo debajo del sol). Dormir debajo de los puentes, vivir en manicomios o tomar la determinación de morir con barbitúricos, fingir locura o cultivar el malditismo, con hábtos estrafalarios de vida y de lectura (como Panero y Papasquiaro), y avivar el mito de poeta desgraciado y miserable. Escribir, por ejemplo, “tú que eres tan sólo una herida en la pared y un rasguño en la frente que induce suavemente a la muerte. Tú ayudas a los débiles mejor que los cristianos, tú vienes de las estrellas y odias esta tierra donde moribundos descalzos se dan la mano día tras día buscando entre la mierda la razón de su vida; yo que nací del excremento, te amo y amo posar sobre tus manos delicadas mis heces. Tu símbolo es el ciervo y el mío la luna: que caiga la lluvia sobre nuestras faces uniéndonos en un abrazo silencioso y cruel en que, como el suicidio, sueño sin ángeles ni mujeres, desnudo de todo salvo de tu nombre, de tus besos en mi ano y tus caricias en mi cabeza calva, rociaremos con vino, orina y sangre las iglesias, regalo de los magos, y debajo del crucifijo aullaremos”, y ser censurado por ofensa a la moral y a las buenas costumbres, condenado por la justicia y prohibido por el clero por influencia perniciosa.
Yo quería ser poeta maldito, mas no me fue dado el milagro del genio y la locura, solo la incorruptible capacidad de soñar, pues mis dotes y mis dones de aspirante a escritorzuelo de pensión apenas si me alcanzan para escribir esta confesión que les estoy contando. Siempre quise ser escritor, pero es probable que nunca me tomara en serio el oficio. En cuanto me topé con las dificultades más rigurosas, abandoné una y otra vez tal pretensión, porque, eso sí, siempre que los talones me recuerdan el peso de la piedra más pesada, vuelvo a la página en blanco con la determinación de un perro testarudo, no ya con aquella candidez preadolescente, sino consciente de que la disciplina es la única opción para paliar la insuficiencia de talento y de que todos esos intentos son parte de libros que nunca escribiré. Ahora bien, ya para concluir, justificaré mi fracaso con una treta olímpica de índole borgeano: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.
Carlosaltazor le felicito por su texto «Yo quería ser poeta maldito». Su escrito deslumbra por la claridad, fluidez, precisión y autobiografismo. En fin, el estilo de su prosa denota oficio.
Me gustaMe gusta
Muchísimas gracias por su comentario y por tomarse el tiempo de leer el texto. Son muy amables tales consideraciones. Me alegra saber que de vez en cuando se capta la atención de algunos lectores. Saludos.
Me gustaMe gusta