Estábamos a mediados de febrero de 2019 y la noche se sentía agradable en la terraza-bar de la Alianza Francesa de San Salvador. En la tarima, 10 escritoras y escritores se encontraban sentados a una larga mesa de manteles blancos. Frente a ellos, un público variado y expectante estaba listo para presenciar la segunda presentación de la colección de cuentos Lados B. Nuevas voces en la literatura salvadoreña.
Un aspecto (¿deliberadamente?) raído, de cabellos largos y despeinados dominaba en los varones del grupo. Algunos parecían, como Michelle Recinos recitaría en su cuento Para escribir como Hemingway, incluido en la colección, “jóvenes que bien aparentaban vender mota en las calles o bien eran la próxima promesa de la literatura nacional”. Las autoras, en su mayoría, se mostraban más circunspectas, más conscientes de sí mismas. Una de ellas tomó el micrófono y habló sobre la importancia de la lectura como paso previo a la escritura, pero luego el micrófono aterrizó de nuevo en las manos de otro autor, quien difuminó la solemnidad del momento con el siguiente comentario: “Por lo menos ya no solo mi mamá me leyó, sino que unos 10 pelones más”.
Me serviré de esta acotación como primera guía para entender este volumen. Muchos escritores dicen que hay que pensar en el público lector cuando se escribe; sin embargo, con frecuencia ellos mismos son esos lectores. Me da la impresión de que, en muchos casos, los autores de Lados B no tienen claro quién es ese lector ideal, lo que resulta en que a algunas historias les hace falta un minuto de cocción para estar al dente.
Entre éstos mencionaría S/T de Michelle Recinos, Inquilino de Balmore Azúcar y Morir en llamas de Jorge Mercado. En los tres se percibe ese impulso de búsqueda causada por la insatisfacción frente a la realidad –combustible para la escritura desde tiempos inmemorables. Sin embargo, no puedo evitar la sensación de que los autores no lograron aterrizar por completo el sentido de sus historias, sobre todo en los últimos dos, que tratan un tema tan sombrío como el asesinato. Y a pesar de que ambos tienen un amplio potencial de despliegue narrativo, a mí, por lo menos, no me quedó clara la motivación o la lógica interna que llevó a sus personajes a levantar el arma y matar a otro humano, dejándome al final de la historia una sensación inconclusa.
Otros cuentos parecen develar el rastro de las influencias de lecturas de los autores. En El alameda de Melisa Conde encontramos un bucle temporal que recuerda a Borges. Por donde caminan los ciegos, también de Jorge Mercado, es una historia tenebrosamente divertida que por momentos me recordó a Ensayo sobre la ceguera de Saramago por la manera de criticar con tono alegórico las adicciones y carencias en las que recaemos los humanos.
“Fumo marihuana y me masturbo como actividades recreativas…”
Dice el narrador de Luis Contreras en Buenas personas. Frases como esta me confirman que la oscuridad del alma es un tema recurrente en la colección, y junto a ella encontramos con frecuencia a su primo mudo: “el Tabú”.
Anahualia, por ejemplo, se adentra en el incesto; Morir en llamas, en la necrofilia. Buenas personas, citado arriba, destroza el mito del hijo bueno, y está escrito con una coherencia tan incoherente que me hizo dudar si el autor lo habrá escrito entre la bruma del THC. Para escribir como Hemingway, también de Michelle Recinos, cuenta con una voz bien definida que atrapa al lector de principio a fin, y narra el descalabro del escritor ungido.
Luego uno se encuentra con descripciones exquisitas, como la de Pedro Romero Irula en Cómo dejé de fumar: “Era morena, de pelo acuático y rojizo bajo la iluminación amarilla de la panadería. Tenía cachetes de manzana y usaba anteojos. Se le notaba que acababa de llorar mucho”.
Panópticon de Andreas Portillo, pieza magistralmente trágica, muestra la desolación de la guerra desde todas sus perspectivas y cómo sus fantasmas persiguen a quienes la vieron a los ojos día a día. Donde crecen las rosas salvajes de Carlos González Portillo explora una realidad paralela donde el Ejército y los gringos ganaron la guerra civil, y en medio de un El Salvador todavía más americanizado y más cargado de presencia militar, nos topamos con un cuento detectivesco que presenta nuestra realidad desde el contraste: viéndonos como en el negativo de una fotografía.
“No sé si a usted también le da, por veces, una picazón en la mente…”
Escribe Pedro Romero Irula en Venida del espacio, y a mí se me ocurre que esta polifacética colección de cuentos consigue precisamente eso: que al lector le dé picazón en la mente.
La verdad, aquella noche de febrero sentí envidia al ver a ese grupo de escritores detrás de la mesa. Hace algunos años yo también poseía un aspecto raído y una actitud de desenfado, escudándome detrás de una ristra de escritos que no me atrevía a mostrarle a nadie.
Formar parte de una colección literaria como esta requiere valentía, y espero que los autores, compiladores y editores de Lados B también se apliquen en ese otro rasgo necesario para triunfar en cualquier ámbito: la perseverancia. Innumerables escritores de renombre comenzaron escribiendo para unos “diez pelones”, e independientemente de qué signifique el éxito para cada cual, solo quienes se atreven a cruzar el fuego de la prueba y error llevan sus creaciones de Lados B a grandes éxitos.
En conclusión, con Lados B descubrí que en talento literario tenemos muchos diamantes por pulir en El Salvador, y que es posible retar al mercado cultural con una actitud punk y provocadora, desmintiendo así la quimera repetida hasta el cansancio de que en nuestro país nadie escribe y nadie lee.