El lector de poesía, el asiduo lector de poesía peregrina entre librerías y santuarios virtuales con el afán de descubrir nuevas deidades o resucitar dioses muertos (pequeños dioses, diría Huidobro) y aferrarse a ellos como quien oye en plena crisis espiritual el sermón de un profeta. Cuando sucede, cuando el vital hallazgo del que busca asoma su brillo y aquel lo reconoce, este peregrino, que ha dejado de serlo porque se reconoce en silencio minucioso buscador de tesoros ocultos, se complace en el acierto y, orgulloso de su grandioso descubrimiento, se afana en el quehacer de ir desenterrando palabra a palabra la voz de poetas condenados al polvo de las estanterías o traspapelados en el infinito digital, entusiasmado por haber descubierto al Whitman olvidado o al próximo Octavio Paz.

Lo cierto es que en muchos casos estos escritores no resultan ser ni uno ni otro, no por falta de talento e ingenio, o total dominio de la expresión poética, sino porque existe una estirpe de poetas condenados a las memorias del subsuelo; poetas que por alguna circunstancia permanecen en la sombra, al margen de la difusión masiva y de las grandes editoriales, de los recitales, de los círculos literarios y de los festivales; poetas impopulares, incapaces por mala o buena fortuna (esto nunca se sabe) de captar la atención de la crítica y la del gran público lector; poetas de culto que con su innegable maestría logran, por una suerte de devoción religiosa, congregar en torno a sí mismos un séquito de lectores leales e insobornables ante la caducidad de las obras literarias; poetas como Cintio Vitier, Alfredo Gangotena, Eugenio Montejo, Aurelio Arturo, Rafael Cadenas, Jaime Jaramillo Escobar, Tomás Segovia, Joaquín Giannuzzi, Pablo Palacio, Jaime Sáenz o Joaquín Prada, profetas en su propia tierra, pero desconocidos fuera de sus países de origen. A veces ni siquiera la primera. De este último, de Joaquín Prada, poeta chileno, es de quien quiero escribir.

Mi encuentro con él fue un prodigio de doble fortuna. Por un lado, lo descubrí en un sitio web que compila a poetas latinoamericanos. Ahí mismo tropecé con Jacobo Fijman, Alberto Escobar Ángel, Pedro Lastra, Teresa Wilms Montt, Rafael Alcides Pérez, Jorge Eduardo Eielson, Eduardo Lizalde, Ramón Xirau y José Manuel Arango. Desde entonces soy lector habitual de Joaquín Prada. Por el otro, tuve la oportunidad de conocerlo en persona.

Nuestro encuentro, aunque más que encuentro fue un accidente, ocurrió del mismo modo en que descubrí su poesía: de manera fortuita. Lo conocí el año pasado, mientras él visitaba El Salvador. Yo acudí al Centro Cultural de España, a un festival de libros, para comprarle una edición de Vicente Huidobro previamente encargada a Josué Andrés Moz, dealer de libros y uno de los poetas jóvenes más reconocidos de nuestro país. Ahí estaban los dos, al lado de una mesa con ejemplares de varios autores latinoamericanos, hablando de poesía. “Parece que los poetas se han creído el chiste de Huidobro de que el poeta es un pequeño Dios”. Eso fue lo primero que me dijo cuando pregunté por mi encargo. Sonreí. “Ni pequeño ni grande”, siguió. Me arrebató el libro de mis manos (ya lo tenía en mis manos), lo hojeó, mejor dicho, buscó, arrancó una hoja, la apretujó y luego la tiró al suelo para pisotearla. Era la página que contenía el Arte poética del padre del creacionismo. Lo supe porque, al verme consternado, aturdido por el boicot infrarrealista que acababa de ocurrir, la cogió del suelo, la desplegó, sacó un bolígrafo de un maletín, la apoyó sobre la mesa y la autografió: “Consejo de un discípulo de Neruda a un fanático de Huidobro: El poeta no es un pequeño Dios. No, no es un pequeño Dios. No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios”. Recuerdo que pensé que era poco original, parafraseando a Papasquiaro y a Neruda al mismo tiempo. Luego sacó un libro del mismo maletín, también lo autografió y me lo obsequió: “Para enmendar mi mal comportamiento, de Joaquín Prada”, escribió. Era un ejemplar de City Spoon, publicado en 2009 en México por Babel Ediciones. Solo entonces se me olvidó lo de poco original y aprecié en toda su magnitud el performance que poco antes acababa de ocurrir, el preludio subversivo y antipoético para presentarse ante un futuro lector de su poesía. Le recité de memoria la Diatriba contra el eterno invierno de los desiertos y ahora el sorprendido fue él. Para disipar el asombro de sus ojos desorbitados y atravesar el silencio que se hacía entre los tres, prometí escribir sobre su libro y compartir una breve selección de poemas. Esto es lo que, un año después, he podido escribir sobre City Spoon y Joaquín Prada.

Si la literatura es un oficio determinado por las influencias de unos y otros, predecesores y sucesores, por esa dicotomía padre-hijo o maestro-discípulo, la poesía de Joaquín Prada, si se piensa en los cuatro grandes de la poesía chilena, es clara heredera de la obra de Pablo de Rokha, deudora esta, al igual que la de Prada, de las vanguardias literarias del siglo pasado. Aunque la del primero, contemporáneo nuestro, es una invención fundada sobre la base de una retórica neosurrealista que constituye el discurso poético mediante una sintaxis coherente —es decir, oraciones (versos) con todos sus componentes dispuestos en orden lógico, a veces trastocados por cuestiones rítmicas, pero sometidos siempre a la razón que impone la gramática y no la escritura automática—, pero compuesta por sintagmas que se relacionan entre sí para reproducir imágenes y metáforas fundamentadas en analogías y asociaciones con términos sin relación aparente. En todo caso, la poesía de Prada supone una reinvención de las vanguardias poéticas, aunque hay que decir que esta apuesta tampoco es innovadora, puesto que, de hecho, fue la respuesta lógica de los sucesores de los vanguardistas.

Eso sí, la poesía de Prada nos ofrece una voz potente y personalísima, una voz que habla desde la soledad más oscura no con sollozos patéticos que suscitan la compasión del interlocutor ni con hipérboles de sujeto trágico y marcado por la desgracia y la desdicha, sino que con una voz que asume esa condición no como destino aciago, sino como inherencia de la condición humana; hombre nocturno que existe solo en la muerte o por la muerte.

Yo sé que la poesía es imprescindible, pero no sé para qué. Esto lo dijo Jean Cocteau. Y esto mismo podría decir de City Spoon. Yo sé que es imprescindible, pero no sé para qué. Aunque bien podría decir que es imprescindible para comprender esa especie de neosurrealismo del que ya he hablado. Después de todo, vivimos en la era de la supremacía visual, y con City Spoon, en donde reina un protagonista indeterminado y asexual, pero que a veces se presenta de modo zoomórfico, el lector asiste a un concierto de imágenes en donde el ritmo es un hilo que se tensa conforme a la emoción creadora y donde cada poema se construye a golpes de emotividad. La emoción provoca las imágenes y el ritmo se corresponde con la emoción que evoca el poeta. 

Asimismo, la voz lírica elude al protagonista tradicional de los discursos poéticos para darle paso a uno impersonal y de proporciones zoomórficas. Un animal deforme que es interpelado por el lamento del poeta como causante de su suplicio existencial. Un animal intangible que castiga y que se ríe de las lágrimas, de la soledad y de la cruz del poeta azotado por la incertidumbre y la idea de la muerte. Un ser zoomórfico que se transforma en hiena, pelícano, serpiente, salamandra, escarabajo, elefante… siempre con el mismo fin: autodiseccionarse y sacarse las entrañas ante nuestros ojos y recordarnos el terror que produce la vida. Leer City Spoon es asistir a un zoológico siniestro donde el paseo invita a reflexionar sobre las eternas preocupaciones del hombre. En ese sentido, la poesía de Prada rehúye de fórmulas cursis y discursos amorosos o eróticos, sustrae a la figura humana como objeto de deseo y pasión. Es una poesía fría y seca al mismo tiempo; un torbellino verbal que arrastra consigo las emociones más desoladoras del ser humano; un carrusel de imágenes, empujado por un ritmo siempre distendido, que reproduce de manera fragmentaria ante el lector, a fuerza de versos de corte baudelariano, el relato más desolador del hombre contemporáneo.

He aquí una selección de poemas.

Diatriba contra el eterno invierno de los desiertos

Yo te pregunto, hiena deforme,
adónde el territorio del sueño
si esta mandíbula se cierra sobre mi rostro,

adónde banderas orgullosas para vaciar nuestra fe
adónde el abrazo que nos evita
empacar hijos propios en el amor extranjero de los desiertos.

Necesito aprender
cómo olvidar tu risa,
bajo qué puente encontrar la ternura prometida.

Muy viejo es mi canto ya.

Anciano el paso de todos los muertos.

Y no comprendo
el filo con que pronuncias tu rabia.

y tampoco pretendo entender
la madera con que fabricas tus cruces.

El peso de esta balanza es la única inocencia que nos queda;
lo demás: extravío entre tus ojos, 
martillos fabricados por tu sangre
para encontrar espacio entre todas las rodillas.

Lejos de tu sonrisa:
el hambre de aquellos que invocaron 
el giro del dado sobre la lengua del río,
la baraja antigua repartida sobre las líneas del tren.

El lenguaje para nombrarte
es un eterno retorno contra las piedras,
una aproximación al cadáver que observa 
la altura indecible en el vuelo de los aviones.

Hoy el alma es una presa con una grieta en su costado
y la esperanza un ataúd para guardar la esperanza.

Esto que canto:
son tus colmillos en mi garganta.

Corta plegaria del buen lector

No odies a la hormiga que devora al pájaro,
ni ames al perro doméstico que lame los huesos:
esto que digo es una alfombra peligrosa,
un ojo cayendo desde todos los balcones.

Toda la belleza cabe en el vientre del gusano.

Toda amargura puede ser dicha desde los labios del silencio.

Percibir el poema no es haberlo entendido todo,
ni sentir amor por el lirio que ya es hermoso.

Percibir el poema es una promesa con el vacío:

saborear la gota de sangre

que se queda en la boca.

Breve historia de las manzanas

1

No me ames pelícano
yo no merezco tu costado,
y no mereces nunca mi vinagre
ni mucho menos el terror que tengo hacia la vida.

No quiero clavar mi amor en lo intangible
y tampoco necesitar coronas de espinas para no sentirme solo.

No necesito de tus clavos para reconocerme en la tristeza,
ni lamer lágrimas prehistóricas para aprender el sabor
que le inventaron a la muerte.

2

La manzana que tengo entre las manos me pertenece,
son mías las escamas,
míos los dientes en el cuero rojo del árbol,
mío este lamento reptil por todos los ombligos que ya me desconocen,
mío el tacto enfermo,
la manera de romper carne ajena.

«La verdadera enfermedad es la quietud»
dijo alguien y yo le creo
«el aliento siempre tímido que no alcanza el grito».

El único grito importante que hice nacer fue en un quirófano
y ya no quiero recordarlo. Yo sólo recuerdo mis manzanas,
yo recuerdo la primera mentira que escribí con mis ojos,
la primera moneda que desaparecí entre juguetes,
el primer beso que repartí a quienes engañé
sobre mi primer beso.

No estoy acostumbrado al olvido.

Soy un hombre de una sóla máscara recubierta por espejos
y veo a través de ella:
la mano de Caín sobre la sangre de Abel
la mirada de los corderos sobre la roja deformación de los cuerpos,
sobre la piedra, sobre el oscuro cuchillo,
sobre el rito permanente del plomo,
sobre la ofrenda que rechazaste, amargo pelícano,
para fundar un imperio que negarías tantas veces.

La manzana que tengo en el rostro me pertenece
y soy un cuerpo rígido de espaldas al mar,
un pañuelo capaz de provocar el llanto,
un árbol cuya miseria fundaron viejos gusanos,

pero mías son las ramas, mío el perdón,
mío enteramente el ahogo entre tanta sabia.

No quiero viejo pelícano que cargues con mi cruz,
que engordes tristemente con mi rabia;

si algo hay de filo en mi navaja
es porque siempre he buscado enfrentarme con las piedras

Ars poética

Franja de niebla para encontrar las palabras.

Detrás de la espina: la ternura de la sangre.

Inútil el cadáver sin sus larvas,
sin el blanco ritual que celebra la rosa.

Al pronunciar la rosa
todo su aroma desaparece,
al preguntar por el color del silencio
todos los ruidos encuentran una lengua para morder.

Yo no quiero deletrear la cruz
para que sientan los clavos;

si digo la manzana
espero que se vean mordiendo a la serpiente.

Salamandra

A Reinaldo Castro, con amor.

Yo nocturno,
hueso invertebrado
cuántas veces herido en la fragilidad de las placentas.

Acuoso mi destino, hierba mala de los rastros.

Mi memoria: el más simple de los sinsentidos.

No defiendo el hombre que he sido
ni niego por adelantado la mujer que seré.

Delante de mí
los espejos dictan la única frontera,
escupen la razón del que se irá.

Gloria de mí,
triste salamandra,
hielo el de mi canto,
repetido tantas veces en gargantas ajenas,
pronunciado inútilmente junto a la borrosa imagen de mis años.

Yo nocturno:
existo sólo en la muerte.

Lullaby

A partir de la obra Libro amarillo
 de Mauricio Kabistan, con la alegría de haberlo conocido
en mi visita a El Salvador.

El pequeño elefante no recuerda cuándo fue su primer beso,
el pequeño elefante es una serpiente que muerde su cola,
muslo frío ante todas las manos.

El pequeño elefante crucificado contra todas sus manzanas
nunca olvida los jardines ni sus huesos
ni esa lengua amarilla en los senderos de los cráneos

(calcinada su lengua desnuda frente al ojo del tiempo:
canta su canción siniestra, ríe sus colmillos)

Su alma: escarabajo dormido. Su aliento: moneda de una sola cara.

El pequeño elefante es la herida que abrieron las heridas abiertas.

En su ojo todos los rostros que se llevaron
los brazos abiertos, los pechos gastados,
los hijos estampados en todas las paredes,
las madres y sus rosarios molidos,
las virgencitas de ojos cerrados y gesto solemne.

El pequeño elefante no ofrece pesebres vacíos.

Y canta, canta, canta su canción siniestra.

El pequeño elefante es un recordatorio del olvido,
bebe todo aquello que rueda por las mejillas,
acaricia el útero podrido que respira en el asfalto.

No te acerques al pequeño elefante
el insomnio le ha dado una esquina para dormir.

Misiva necesaria para un lector inconforme

Simio primitivo entre neones:
oxidado espíritu de las rosas.

Nada de lo que digo es sólo imagen
y nadie debería razonar el dolor.

Es instinto lo que nos lleva 
hacia el cristalino rostro de la verdad.

Yo no espero que al morder la llama 
entiendas de dónde es que viene el fuego.

Yo no quiero que al escuchar la tierra
preguntes quiénes son los muertos.

Simio primitivo entre neones:
obvio lector del texto obvio.

Si te escribo la corona de espinas
es para que me llores  contemplando tu costado.

* * *

Joaquín Prada: (Santiago de Chile, 1983). Antropólogo, poeta, editor y artista plástico. Miembro de La Hora del Diablo Ediciones. Organizador de la Feria del Libro de Talca. Autor de City Spoon (Babel Ediciones, México 2009), así mismo del libro Poema para leer a las afueras de una casa vacía (Valparaíso Ediciones, España 2017) y de la antología latinoamericana de poesía contemporánea Una lengua para todas las lenguas (Amargord Ediciones, México 2018).

Sobre el collage. Título: El Túnel. Autor: Efraín Caravantes, 2004. Collage.