Abrís una ventana del navegador. Youtube. Facebook. My Space. Algo. Cualquier cosa. Te dejás llevar por el algoritmo, que te conoce mejor que vos mismo: videos de lo que sea, de animales haciendo cosas graciosas, de youtubers chafas que seguís con cierta culpa. De gustos musicales demasiado culposos. Se te pasa una hora, dos, treinta y seis. Luego otra ventana. Luego otra. Otra red social. Algún chismecillo de Twitter, alguna foto innecesaria por allá. Alguna nota periodística medio interesante. Alguna, lo que sea.

Estás mal y lo sabés. Tendrías que estar leyendo. Es tu compromiso. Leer, el fin último. El compromiso, la pasión, el hobby, sí, pero es que es algo más, mucho menos rimbombante: felicidad. Leer = felicidad. ¿Ya se te olvidó? No. Nunca lo olvidás. Nunca. Pero es que esto es más grande. Eso dice internet. ¿Es un síndrome? No, internet no habla de eso. Internet habla de algo parecido a eso. Se llama Síndrome de la Página en Blanco, pero en el fondo todos sabemos que no es eso. Pero todos lo escriben así, en mayúscula. Se trata, dice el primer enlace que hallaste, de cuando “la persona experimenta la contradicción de tener que cumplir con un proyecto que ni siquiera ha empezado. Todas las opciones que le vienen a la mente le parecen ridículas o con falta de desarrollo. En otros casos, el bloqueo es tal que no surge la posibilidad de avanzar”.

“No surge la posibilidad de avanzar”. Lo meditás. ¿Será? Sí, eso es. Así se siente. Pero es también distinto. No se trata de crear algo, sino de aventurarte en lo que otro ya creó. Un síndrome (convengamos en llamarle así) todavía más penoso, porque al menos con el otro bloqueo podrías argumentar que sos incapaz de crear algo. Pero acá no se trata de crear sino de visitar. No requiere que pensés en situaciones, plot twists o personajes tridimensionales. En lugar de estar avanzando en tus lecturas, esas que te permiten sentirte pleno, estás viendo un video de mierda que no te abona en nada.

Llevás dos semanas o dos meses atorado en estos párrafos, que hasta este momento no han dicho nada. ¿Cuántos libros has comenzado en estos dos meses? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Cuántos has terminado? Ni uno. Ni el más pequeño. Ni la novela de aquel autor compatriota que desde hace ratos querés leer y que encontraste gracias a un golpe de buena suerte. Es pequeña, ni cien páginas. ¿Te acordás cuando leías cien páginas en una noche, antes de dormir? No hace mucho de eso. ¿Te acordás cuando leías con devoción de monaguillo? ¿Te acordás cuando te propusiste escribir reseñas de lo que leyeras, aunque tus reseñitas no valieran para ni mierda? ¿Te acordás? Hace muy poco de eso. Hace nada de eso.

Tratá de concretar estas palabras sin sentido. Intentálo.

No puedo leer. Desde hace dos meses me cuesta mucho leer. No puedo concentrarme, no puedo emocionarme, no puedo empatizar con un personaje o con una potente voz narradora. Sé el origen de esto, pero eso no lo hace más fácil. Estar consciente del problema no siempre es el primer paso. ¿Le pasa a alguien más? ¿Le habrá sucedido alguna vez a Salarrué o a Borges o a Bolaño? Eso de no ser capaz de leer es un asunto bien jodido cuando tu vida gira entorno a escribir.

Te vas otra vez al navegador, esa útil droga de nuestro tiempo, y las palabras clave para desentrañar al monstruo: Consejos para superar Síndrome de la Página en Blanco. Miles de resultados. Es abrumador, es inútil. Todos esos enlaces llevan a información irrelevante, estúpida, de manual de superación. Videos espurios como este:

Y aunque dijeran algo bueno, no aplicaría acá. No estoy enfrentándome a la hoja en blanco, sino peor: a la hoja escrita que no puedo digerir. Es como si momentáneamente mi cerebro suspendió la capacidad para comprender lo que se lee.

Y ahora otro problema: buscando una solución, me topo con este otro síndrome (cómo le gusta al internet esa palabrita): Síndrome del Impostor.

Ahora tengo una doble crisis: no puedo leer y me siento como un impostor.

Impostor analfabeta. Ahora me siento mal con aquellos que darán clic en este enlace. Que entrarán pensando que voy a hablar de algo y resulta que no digo nada. Me siento peor con los que han llegado hasta acá: perdón por hacerlos perder el tiempo. Soy un impostor. Un impostor que no es capaz de leer un librito de cien páginas. Un impostor de mierda que no tiene la disciplina para intentarlo.

Y ahora que lo escribo en automático, sin premeditación, creo que esa es la palabra clave para salir de acá: disciplina. Solución sencilla y elegante. La principal recomendación de los escritores consagrados para los escritores jóvenes: disciplina. La más humana forma de alcanzar la perfección: disciplina. El catalizador supremo de los hábitos: disciplina.

¿Soluciona mi problema de analfabetismo selectivo? ¿Resuelve mi crisis lectora? Toda la experiencia acumulada parece indicar que tal vez sí.

O tal vez, solo tal vez, Bolaño tenía razón cuando escribió: “Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear”. Tal vez este era mi momento de boxear y no lo supe aprovechar. Maldita sea.