Ni nube blanca y caqui, ni alborozo por media cuadra hasta el semáforo. Ahora mismo, de hecho, no hay ni rastros de nubes, solo está el sol pesado, típico del medio día en El Salvador.

Entramos a uno de los edificios más antiguos del país, un centro educativo. Ahora se llama Colegio Divino Salvador, antes de eso se llamó San Alfonso, y antes de eso, Liceo Salvadoreño, ambos maristas. Una placa negra dice que este lugar donde estamos parados fue fundado en 1881, durante la administración del doctor Rafael Zaldívar.

—Sesenta años después de que se fundara la república.

Ese que acaba de hablar es Cachito Leiva. Bueno, no Cachito Leiva, sino su creador, el escritor salvadoreño Róger Lindo.

Un señor nos recibe. No teníamos cita, no teníamos planeado este viaje. El señor se llama Emérito y, como su nombre, parece traído de otros tiempos. Róger inicia una conversación con él, donde el tema principal es el tiempo transcurrido. A simple vista, son de la misma edad. Conectan rápido con fechas, lugares y acontecimientos. Emérito es una persona extremadamente amable.

—Está vacía porque hoy fue el último examen del tercer período del año, nos explica.

Pausa. Olvidé un detalle. Antes de venir acá, visitamos el edificio que está justo al lado de esta anciana escuela: la iglesia de La Merced, una edificación que sirve como escenario para un episodio fundacional de nuestra Centroamérica: aquí tocó las campanadas el prócer Matías Delgado, para anunciar simbólicamente el inicio de la independencia. Enfrente está el palacio de la policía. Esa fortificación tosca y blanca, otrora protagonista de interminables historias de tortura y una mística asesina institucionalizada.

Róger le pregunta a Emérito si podemos pasar a ver la escuela por dentro. Explica que solía venir a jugar básquetbol acá, cuando estudiaba en un colegio cercano llamado Nuevo Liceo Centroamericano. Emérito también recuerda ese liceo y nos dice que todavía quedan restos del cartel. Róger no se molesta en explicarle a Emérito que en este edificio arranca su segunda novela: esa cuyo protagonista es un joven precoz apodado Cachito, Cachito Leiva. La novela se llama La isla de los monos.

Emérito nos deja entrar. Intuyo que está acostumbrado a visitas de este tipo, de gente rara interesada en edificios viejos.

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La isla de los monos es, como lo señala Allan Barrea en su reseña publicada en la revista Realidad, de la Universidad de El Salvador, una novela eminentemente urbana. El personaje principal es Cacho Leiva, un joven de 13 años, estudiante del colegio Los Cinco Volcanes, jugador de básquetbol y un ser particularmente culto. Por mencionar algo rápido, con 13 años ya leyó a Baudelaire y es fanático de Sibelius.

El segundo personaje principal no es una persona, es un lugar: la ciudad de San Salvador a finales de los sesenta. Una postal que ahora imaginaríamos en sepia pacífica pero que, en el subsuelo, comenzaba a regurgitar la violencia estatal a través de movimientos organizados, que luego se traducirían en un conflicto armado de más de doce años. Un conflicto que Lindo conoce bien, porque participó activamente como guerrillero.

Sin embargo, y acá recurro de nuevo a las palabras de Barrera, el conflicto armado que comenzaba a mostrar sus fauces en el tiempo en que la novela está ambientada, no se reivindica como una posición política decidida sino como un peligroso juego de infantil.

“Cacho y Lupita, motivados más por la aventura de iniciar un juego peligroso que por la reflexión política, comienzan generando pequeñas acciones en contra del gobierno autoritario, y luego ya es demasiado tarde para echarse para atrás. Es un juego que no tiene retorno, y sus acciones –al menos en el caso de Cacho– terminan siendo más radicales”.

Reseña de Allan Barrera

Esto no quiere decir que no exista el comentario audaz. Lindo pone en boca de José Enrique, hermano mayor de Cacho, las críticas hacia el sistema militar dictatorial del momento.

“Fijate bien: a la par de cada junta militar o de cada coronelote que han mandado en el país desde 1931, siempre hay un abogado haciéndole guardia…”.

Extracto de La isla de los monos

La teoría de José Enrique es que en países “como el nuestro”, lo que manda no es la Constitución, sino la mancuerna entre pistoleros y abogados. Es esta la explicación con la que Cacho comienza a decodificar el mundo hostil que le rodea.

“José Enrique tenía razón. Pistoleros. Abogados. Comprendí que los militares eran los culpables de que la clase de Música en la escuela fuera en realidad una clase de himnos”.

Extracto de La isla de los monos

Lindo desliza, además, una categoría reveladora: intelectuales de la intemperie.

“Lo que me fascina de London, empecé, es que no es un escritor de juegos florales, sino, por así decirlo, un intelectual de la intemperie”.

Extracto de La isla de los monos

Aunque no se ahonda más en la idea, queda claro que lo que Cacho Leiva rescata como característica de los escritores como Jack London es la mezcla entre pensamiento y acción. Pensar y actuar. Estudiar y organizarse. Parecen hoy consignas panfletarias en desuso, pero a finales de los sesenta esto representaba ideas sediciosas.

Por si esto fuera poco, y sin ánimo de hacer ninguna clase de spoiler, las acciones del protagonista nos conducen, para el final de la novela, a una escena que involucra fuego y autoridades y que nos induce a pensar en un mensaje veladamente radical respecto a la hostilidad dictatorial. Un mensaje que inevitablemente nos muestra las razones por las que un conflicto armado en este país fue viable y, diría algún lector más atrevido, necesario.

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Nos encontramos en uno de los cafés afuera del Museo Nacional de Antropología (MUNA) a las 10 de la mañana de un día caluroso (ya sé: hablar del clima es, por lo general, sinónimo de mala literatura. Pero esto no es literatura). Róger llegó puntual. Yo llegué un poco antes. No lo conocía más que por fotos y videos.

Sabía de él que nació en 1955, que es hijo de padre nicaragüense y madre salvadoreña. Que es periodista, además de poeta y escritor, y que su primera novela se llama El perro en la niebla (lectura que todavía me debo). Sabía que fue guerrillero, que vivió muchos años en Estados Unidos después de los Acuerdos de Paz, y que en 2012, ya con la exguerrilla instaurada en Casa Presidencial, se hizo cargo de una de las instituciones más jodidas de todas cuantas existen en el espectro público: la Dirección de Publicaciones e Impresos (DPI). Desconocía que ese mismo año renunció, desencantado, y que, como buen periodista, escribió esta columna de opinión contando su experiencia.

La entrevista la llevamos a cabo con normalidad. En algún momento, Róger me comentó que el colegio Los Cinco Volcanes está inspirado en el Nuevo Liceo Centroamericano, donde él estudio.

Róger Lindo: Ahí todavía tiene el nombre. Me quiero ir a tomar unas fotos por ahí… Vamos, si querés.

Ricardo Corea: Cuando quiera. Yo le tomo las fotos.

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Recorrimos el edificio con Emérito como guía. Vimos las dos pequeñas canchas de básquet que están en medio de todo, y las aulas a los costados, haciendo un cuadrado. Róger recordó que la cancha donde jugaban ellos era otra, más grande. Emérito dijo que esa todavía existía. Nos condujo por un pasillo que nos llevó a otro sitio descampado, donde, efectivamente, estaba la cancha principal.

Desde este otro lugar el escenario cambia mucho. Está todo al aire libre, protegida solo por maya ciclón. La cancha está en perfecto estado. Desde las gradas se puede apreciar el barrio La Vega y la gigantesca botella de Tik Tak que adornaba la antigua destilería Ilopania.

Emérito también se mete a nuestro juego de recordar. Dice que él también jugó básquet. Róger le pregunta si conoció a un tal Palo de Coco. Emérito dice que no.

Palo de Coco no es un personaje central en La isla, pero es de los primeros personajes que acercan su cabeza por la novela.

“Yo no pensaba sino en Palo de Coco. No lo había visto jugar, pero se hablaba mucho de él, y aunque yo era uno de los más altos del colegio, el apodo de Palo de Coco lo decía todo”.

Extracto de La isla de los monos

Palo de Coco es más bien un detonador de lo que se viene. La frustración infantil ante un rival imbatible, que luego da paso a cuestionamientos más amplios, casi existenciales, en los que se pone en perspectiva el presente conflictivo versus el futuro que no pinta tan prometedor. Palo de Coco es esa primera ficha de dominó que termina desencadenando situaciones desproporcionadas.

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Mario Vargas Llosa, en el prólogo para su libro La verdad de las mentiras, escribe:

“Para casi todos los escritores, la memoria es el punto de partida de la fantasía, el trampolín que dispara la imaginación en su vuelo impredecible hacia la ficción. Recuerdos e invenciones se mezclan en la literatura de creación de manera a menudo inextricable para el propio autor, quien, aunque pretenda lo contrario, sabe que la recuperación del tiempo perdido que puede llevar a cabo la literatura es siempre un simulacro, una ficción en la que lo recordado se disuelve en lo soñado y viceversa”.

Prólogo de La verdad de las mentiras, de Mario Vargas Llosa

El nobel peruano encontraría en La isla de los monos un ejemplo de estas observaciones: Lindo parte de su propia memoria. Así lo hace también con El perro en la niebla. “Yo no me miro escribiendo una novela ambientada en el siglo XIX que no sean de vivencias. Para mí, la experiencia es fundamental”, me dijo durante la entrevista. Cacho Leiva es, dimensionado dentro de la ficción, la representación de la infancia del autor.

Toda la novela está cargada de referencias a su propia vida. La escuela donde estudió, el básquetbol, la música que escuchaba, las películas que veía, el papá nicaragüense, el hermano mayor cuya influencia fue decisiva… Y así se podría continuar.

Pero La isla de los monos no es solamente una novela urbana sobre la vida de un joven de 13 años en San Salvador, sino que también transgrede la línea de lo verosímil, justamente con los episodios que le dan el título: Cacho Leiva fantasea con conversaciones sobre su vida, aciertos y desventuras con los monos que habitan, justamente, la isla de los monos del zoológico nacional. Cacho incluso llega a reconocer a cada uno de ellos, atribuyéndoles nombres y personalidades.

Estas escenas, que al inicio podrían juzgarse como producto de la juguetona mente de un niño con vocación a lo fantástico, se vuelven lo que Barrera denomina “Un cuestionamiento a la realidad”. Y agrega: “A lo real que esconde mucha irracionalidad que conduce a los sujetos a estadios de destrucción y violencia”.

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Al fin llegamos a la esquina de lo que alguna vez fue el Nuevo Liceo Centroamericano, o Los Cinco Volcanes, del que sobreviven apenas un par de paredes y un cartel que malvive a pesar de la contaminación vehicular y el tiempo.

Tratamos de entrar por uno de los costados, donde ahora se encuentran oficinas de la PNC. Nos recibe una agente muy amable. Róger le explica que todo ese lugar donde nos encontramos alguna vez fue la escuela donde estudió, la misma que se encendió en su memoria a la hora de escribir su segunda novela. La agente nos dice que ahí ya no queda nada de esa escuela. Que lo que hay en ese lugar son comedores para los policías.

Para finalizar el pequeño tour, nos dirigimos al barrio San Esteban, ya no como parte de un recorrido por los lugares de la novela, sino como una cuestión más aventurera. Nos detuvimos un momento a apreciar los restos de lo que alguna vez fue la iglesia del barrio, ese patrimonio de la era de la república que se incendió a inicios del 2013 y que nos dejó sin otro edificio del siglo XIX.

No se me ocurre un corolario más idóneo para este recorrido. Quemar la memoria histórica con la iglesia de San Esteban versus rescatar la memoria histórica con una novela como La isla de los monos. Las ideas y conceptos están ahí, falta que más intelectuales de la intemperie se animen a continuar ese camino truculento.

Don Emérito y Róger Lindo recorriendo uno de los escenarios de la novela La isla de los monos