El Día Internacional del Libro casi siempre se convierte en la excusa ideal para que lectores, escritores y editores nos tomemos con propiedad las redes sociales para hablar sobre lo que amamos, aun con el miedo de pecar de esnobistas. Porque, hay que reconocerlo, algo de esnobismo habrá siempre en aquellos que, tarde o temprano, descubrimos que dentro de ese objeto llamado libro, agazapado entre sílabas y signos, uno encuentra placer. Pero esta vez es diferente, por todo lo que en el mundo estamos viviendo. Así que vamos a hablar de cosas serias.
Desde hace unas semanas, el mundo se ha convertido en una novela de ciencia ficción, y no estamos seguros de cuándo va a terminar todo esto, o si es que alguna vez va a terminar. Sí tenemos la certeza de que estamos a la víspera de una larga noche para la economía mundial. Lo vaticinan los grandes economistas del mundo, aunque no necesitamos un doctorado para sumar dos más dos: cientos de industrias están varadas, millones de personas han perdido sus empleos, países enteros podrían caer en bancarrota en el corto plazo. Muchos negocios que no son considerados esenciales para la supervivencia se acercan, cada día, a la inminente quiebra. Y eso, me temo, incluye a los negocios relacionados con el libro.
En El Salvador
En países como El Salvador, la cadena de producción del libro es poco menos que un milagro: arranca con el autor, la creación misma de la obra, y luego, si tiene mucha suerte, pasa por editores, diseñadores y, en algunos casos, también por mercadólogos y ejecutivos, para finalizar su travesía, ¡ojalá!, en las manos de los lectores.
En nuestro país, hablar de editoriales independientes suena a pleonasmo. Hablar de la única editorial estatal suena iluso. Los planes de estudio promueven con diligencia que los estudiantes odien los libros para siempre. Los profesores, disculpen la generalización, no leen. No existen las librerías independientes; y las de las grandes cadenas que sí existen tienen como hábitat natural los centros comerciales, cerrados desde hace semanas.
Los escritores y poetas son profesionales a quienes las leyes no les otorgan las prestaciones básicas, las que sí tienen otros trabajadores. Para el escritor en El Salvador, cobrar y vivir de su arte es una ficción. Los incentivos estatales suelen ser un insulto. Todos los premios literarios son premios de consolación. El interés gubernamental por el arte se limita a discursos vacíos, repetidos hasta el hartazgo desde hace años, como aquel que dice que el arte y la cultura sirven para la prevención de la violencia (spoiler: no sirven para la prevención de la violencia si la gente sigue siendo pobre). El Ministerio de Cultura sufre desde su nacimiento una crisis existencial que lo convierte en algo parecido a un adorno, hasta el día de hoy.
Este escenario, poco visible en las agendas mediáticas, vuelve difícil la sostenibilidad de la industria del libro en tiempos normales. Pero en una crisis de estas proporciones (en estos tiempos recios, como diría Vargas Llosa) no sería exagerado asegurar que se encuentra en peligro de extinción.
Recientemente, en la fan page del festival Centroamérica Cuenta, el escritor Miguel Huezo Mixco, en una conversación con Alexandra Ortiz Wallner, mencionaba un hipotético caso en el que una persona salía de su casa en busca de libros. ¿Las autoridades lo considerarían esto como una necesidad esencial y lo dejarían ir?, ¿lo tomarían como un desacato a las medidas sanitarias?
Aunque las respuestas puedan variar de acuerdo con cada país, es claro que en el nuestro, y en muchos niveles, especialmente en los burocráticos, el libro no forma parte de la canasta básica. Pero démosle una revisada a lo que está pasando en otros lugares.
El caso de España
En Cataluña, cada 23 de abril se celebra Sant Jordi, una festividad donde los grandes protagonistas son las rosas y los libros. Este año se verá confrontada con la nueva realidad: en toda España, según el informe Lectura en tiempos del COVID del periódico ABC, hasta antes de la segunda semana de marzo, fecha en la que inició el confinamiento, se vendían alrededor de 850,000 libros semanales. Para la semana siguiente, esa cifra bajó un 80 %; es decir, cayó a 165,000 libros. Esto es, para buena parte de las editoriales y librerías pequeñas de este país, una sentencia de muerte.
En contrapartida, los libros electrónicos han experimentado un importante aumento. Kobo, la empresa española especializada en eBooks, eReaders y audiolibros, reportó un aumento del 140 % en el uso de lectores digitales, respecto al mismo período de 2019. En general, de acuerdo con un estudio de Nubico, la lectura en formato digital se ha duplicado en este país.
El caso de Rusia
En Rusia, diversos profesionales relacionados con la industria editorial publicaron una carta abierta que busca advertir a las autoridades sobre las nefastas repercusiones que podría sufrir el libro en el futuro inmediato. “Nos aproximamos a una gran catástrofe social, que pondrá al libro y el sector del libro, tal y como lo conocíamos antes, al límite de la supervivencia”, manifiestan.
De acuerdo con los firmantes de la carta, las ventas del libro han caído entre un 50 % y 60 %. Las empresas que logren sobrevivir se verán en la obligación de aumentar los costos para mantenerse a flote, lo que inevitablemente se traduciría en que el libro va camino a convertirse en un “artículo de consumo elitista”.
Por ello, solicitan a su gobierno que adopte medidas para evitar que esto suceda: eliminar los impuestos a los libros; conceder nuevas subvenciones; destinar dinero de los presupuestos de las bibliotecas estatales para comprar ediciones a las editoriales independientes, entre otras medidas.
El caso de Argentina
En Buenos Aires, Argentina, las casi 400 librerías existentes tuvieron que cerrar sus puertas desde el 20 de marzo, día en que se decretó la cuarentena.
Para sortear la crisis económica, un grupo de librerías lanzó la iniciativa “Compra futura”, que sirve para que los lectores hicieran abonos de entre $7 y $15 (entre 500 y 1,000 pesos) para adquirir los libros cuando estas reabrieran.
La idea de los libreros era la de contar con un ingreso para pagar los gastos de alquiler, internet, planillas, etc. Por suerte, para ellos, el 13 de abril el gobierno autorizó que pudieran vender por internet y entregar libros a domicilio. No es, por supuesto, una solución ideal, pero al menos es un pequeño respiro.
El caso de México
En México las cosas están un poco peor, al menos según los reportes de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (CANIEM), que advirtió que toda la cadena de producción de libros se encuentra en “riesgo inminente”.
“Las ventas de libros en librerías y el mercado educativo se han desplomado y, a partir de ahora, quedarán prácticamente suspendidas. En consecuencia, la producción de libros también verá disminuidas sus actividades de manera drástica”, se lee en uno de los reportes de CANIEM.
La industria mexicana “es un sector que tiene más de 8,000 trabajadores de base, contratados directamente por una editorial o por una librería, pero también hay más de 5,000 trabajadores independientes que viven de esta industria, más los eventuales que se contratan por ferias o actividades especiales, además de 4,000 autores en México”, según declaró para el periódico La Jornada Norma Bautista, directora de Comunicación KrearT.
El repunte
Sin importar lo oscuro que se ponga el futuro, y a pesar de las pérdidas que vamos a seguir llorando en el planeta, hay que hacer una distinción importante: lo que ahorita está en riesgo es el actual modelo de negocios de la industria del libro, pero mientras los homo sapiens caminemos por este planeta, habrá Literatura. Porque contar historias es para nosotros una necesidad fisiológica. Porque la imprenta sigue siendo la tecnología más revolucionaria de nuestra historia.
La escritora mexicana Valeria Luiselli, en su cuenta de Twitter escribió: “Los libros no están en peligro. Han resistido plagas, dictaduras y desastres naturales. Sobreviven porque son vehículos perfectos para los pensamientos y sentimientos… Pero el mercado del libro está en un lugar terrible. Apóyalo”.
En un capítulo del podcast colombiano Árbol de libros, el escritor mexicano Guillermo Arriaga Jordán, ganador del premio Alfaguara de Novela en 2020, nos regala una reflexión sobre cómo ve el futuro de la industria:
“Sí estamos viviendo un momento crítico en el mundo editorial. Yo creo que quienes más lo están sufriendo son las librerías, sobre todo las independientes, que viven al día y que hacen un esfuerzo por mantener un espacio de resistencia. Porque un libro siempre es un objeto de resistencia. Entonces, la librería es el espacio de resistencia. Yo creo, porque soy un optimista compulsivo, que saliendo de esta, va a haber un repunte del mundo en general, y del mundo editorial en particular. Creo que la gente, sobre todo las clases sociales que se pueden encerrar, que son quienes leen, quienes compran libros, van a descubrir el valor del diálogo que implica un libro. Van a estar hartos de ver series. Porque las series empachan, se van a empalagar de eso. Yo sí creo que la gente al salir va a comenzar a gastar en libros, a gastar en restaurantes, a gastar en viajes, a replantearse su propia vida. Creo que para lo que está sirviendo esta pandemia es para revaluar las prioridades; y una forma de revaluar tus prioridades es saber quién eres, y no hay mejor objeto de diálogo que un libro… Creo que es el objeto artístico que mejor posibilita el diálogo con uno mismo. Por lo tanto, creo que va a haber un momento de repunte en la industria editorial”.
Entonces, ¿estamos presenciando el ocaso de los libros?, ¿morirá tal como lo conocemos?
Los que estamos acostumbrados a las misiones suicidas creemos que no. Creemos que el libro, y toda la industria que sobre él gira, un día será libre al fin de este confinamiento, depurada de sus vicios, va a correr por las calles, los bares y las plazas públicas con más fuerza que nunca. Los optimistas compulsivos creemos que lo que viene a continuación es un nuevo amanecer para el libro.