Sólo recuerdo la emoción de las cosas,

y se me olvida todo lo demás;

muchas son las lagunas de mi memoria

Antonio Machado

1) Ticabus

La memoria es un animal que todavía no he aprendido a domesticar. De ahí que las fechas siempre me resulten difíciles de gestionar, sin embargo, en cuanto a los hechos, suelo recordar mucho y con demasiado detalle, y quizá ese detalle sea la emoción de la que habló Machado.

Al declarar esto, no puedo sino advertir que mi memoria se rige por una particularidad, y que en muchos momentos las cosas se me van de las manos, puesto que sufro un padecimiento que me lleva a agravar situaciones que para algunos suelen ser muy sencillas y a restarle importancia a otras que realmente parecen insoportables. »Perspectiva», le podrían llamar algunos.

Para no demorar mucho en arrancar, les cuento: ese soy yo caminando por el Centro de San Salvador, he comprado una personal de Pall Mall rojo, mi cigarro favorito desde hace ya algunos años, camino y en mi cabeza suena Inmigrant Song de Led Zeppelin. Entro a la terminal de Ticabus, me encuentro con los abrazos de Tía Chary (la tía de los poetas, pero no de cualquiera), con Matheus Kar y Erick Arévalo, quienes, a diferencia de mí, pensé, llegaron más temprano confiando en la puntualidad de la compañía de transporte.

Luego de realizar el check in y escuchar por parte de la recepcionista que la llegada del bus se demoraría un poco más de lo esperado, le hablo a Erick y le ofrezco salir a fumar.

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Allí conversamos de cosas sobre las cuales los lectores particulares de esta narración no serán informados, pero puedo asegurar que fue una de las pláticas más profundas que hemos tenido en estos años de amistad. Baste saber que llegamos a concluir que el viaje nos haría demasiado bien y que se volvía ya de carácter necesario. Dimos unos tragos a la mezcla de Petrov y soda que yo cargaba, y luego volvimos con los demás y esperamos la partida hacia Tegucigalpa.

Abordamos sin problemas. Recibimos las indicaciones, bajé por una soda más para decorar el sabor de la siguiente Petrov que tenía en mi maleta y el bus arrancó. Nos ubicamos de tal manera que cada uno tenía espacio para ir cómodo y, a la vez, cierta cercanía para conversar en el trayecto. Hice la siguiente mezcla y comenzamos a platicar de lo común: acerca de buenos poetas que nos gustan mucho, acerca de malos poetas (que nos gustan aún más, porque nos permiten invocar a la risa), también hablamos acerca de proyectos nuestros y de la emoción de llegar a Honduras.

Minutos después de haber iniciado el viaje recibimos la noticia de que El Salvador entraba en estado de cuarentena. Otros tantos minutos después, la triste noticia de que esto afectaría los permisos para que Alberto López Serrano pudiera alcanzarnos en Tegucigalpa. Esto bajaba los ánimos, pues queríamos vivir todos juntos el cierre del Encuentro Centroamericano de Poesía, del cual ya se habían celebrado eventos en Guatemala y El Salvador… Durante el viaje no hubo ningún problema ni nada relevante que cause alguna emoción en quienes han decidido leer esto. Matheus se colocó sus audífonos y apenas intercambió algunas palabras; la Tía descansó un rato, yo intenté leer, pero luego opté por dormir y Erick hizo lo mismo.

Pasado el mediodía, llegamos a una gasolinera que parecía haber sido seleccionada para recibir todo el odio del sol. Compramos provisiones y volvimos al camino. Los únicos enemigos del viaje eran la incertidumbre de qué iría a ocurrir con las fronteras en los días siguientes, y por supuesto: un señor obeso hablando por teléfono y diciéndole a su interlocutor:

»Amado, llegará la bendición de Dios muy pronto…, amado, para el sagrado padre no hay imposibles…, amado, yo voy en misión a Honduras, no se preocupe, amado, pronto estaré con ustedes, amado, es imprescindible la fe. Diosbendiga, amado. Se me cuida».

***

Llegamos con la noche ya habiendo penetrado por todo Tegucigalpa. Escribimos al chat grupal en WhatsApp para avisar que recién pasábamos un centro comercial (del cual ahora no recuerdo el nombre), ubicado muy cerca del aeropuerto. Aquella noche la ciudad era un incendio muy parecido a San Salvador; pues en algún lugar estaría el hambre, en algún lugar la muerte, en algún lugar la rabia. Sin embargo, estábamos cerca de bajar y más que listos para recibir la ternura por algunos días. Esperamos pocos minutos. Perla Rivera y Armando Maldonado habían llegado por nosotros.

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2) Airbnb

De camino al lugar donde seríamos hospedados, fui capaz de escuchar un acento unánime de libertad, un tipo de euforia entregada por la aceleración del vehículo y por el murmullo de las pláticas al interior de él. Aparcamos, bajamos nuestras maletas. Perla nos mostró a cada uno nuestras habitaciones. Teníamos ventiladores, camas individuales y muebles para guardar nuestras cosas. El lugar era precioso. Erick y yo nos quedamos juntos, Matheus se quedaría en la habitación de al lado con Memo Acuña cuando llegara, y Tía Chary tenía la habitación más amplia.

Fuimos al cuarto de la Tía y vimos una hielera, hubo un silencio cómplice entre aquellos que consumimos alcohol, silencio que fue roto por el ofrecimiento de cenar que nos hizo Perla: había comprado pollo frito para todos nosotros. No recuerdo si comimos antes o después de salir corriendo al supermercado más cercano por algo de beber, pero, en todo caso, en mi cabeza debería estar sonando Where Is My Mind, de Pixies, al menos en el lapso en que salimos, regresamos, comimos y subimos a la terraza para inaugurar la noche de manera extraoficial.

Bebimos algunos tragos, fumamos algunos cigarros, platicamos de las escenas literarias de cada uno de los países, de cómo Centroamérica es más parecida a un sólo pueblo y en cómo logramos reunirnos de regreso.

Tomamos algunas fotografías y seguimos conversando.

Después de casi dos horas llegó Memo Acuña. De nuevo llovieron los abrazos. Estaba casi inaugurada oficialmente la noche. Recuerdo ese enjambre de luces que nos rodeaba, de cómo alcanzábamos a distinguir la línea de aterrizaje del aeropuerto y cómo llenó todo el ruido cercano de uno de los aviones que pudimos ver aterrizar. Y, en especial, la emoción de sentirnos en calma, en familia. Leímos algunos poemas para inaugurar (ahora sí) el Encuentro de Poesía, cada lectura fue documentada y prometimos subir los videos a Facebook, pero al parecer todos mentimos. Quizá haya sido mejor así. Ese momento era nuestro y algunas palabras comenzaban a arrastrarse con etílico paso por nuestras gargantas.

Llegado el día siguiente, Tía Chary nos dijo que su habitación quedó con el aroma a pollo de la noche anterior, prometimos ayudarle a limpiar y nunca lo hicimos. Minutos más tarde, Perla nos contó que la dueña del Airbnb le hizo saber del ruido de los poetas, hasta altas horas de la madrugada. Todos reímos al escuchar eso y nos lamentamos por la dueña: así serían los días venideros.

Podcast de Grafomaniacos, «La batalla de Talas», en el que Ricardo Corea conversa con Josué Andrés Moz, durante la estadía de este en un centro de contención.

3) El Encuentro

Detallar cada uno de los eventos literarios resultaría engorroso para los lectores, así que seré tan breve como me sea posible. Los días siguientes se resumieron en pláticas continuas entre nosotros, en lecturas por acá y por allá, en ver a Perla resolviendo de manera brillante y sobre la marcha los eventos cancelados en universidades a causa de la emergencia, en noches de brindis y en experimentar el extraño sabor de la incertidumbre que la pandemia provocaba en todos nosotros.

Tuvimos tardes geniales y noches emocionantes. Uno de esos días pude por fin probar «los calambres», un trago famoso de Tegucigalpa, el cual me fue obsequiado por Rommel Martínez (quien más adelante se sumaría al tren de la aventura). Vimos algunos libros, probamos baleadas de mercado y compramos cervezas callejeras. Tomamos muchas fotografías. Ya estando en Bocaloba, Mayra Oyuela nos recibió con todo el cariño y el recital allí estuvo muy bien. Al día siguiente en Café Paradiso, Anarella Vélez fue la ternura misma.

En este último lugar me sentí de regreso a San Salvador. El baño era un caos y la gente era mucha para tan poco oxígeno; todos reían, fumaban y brindaban. Me acerqué a una pared con fotografías y encontré algunas joyas, entre ellas, Armando Maldonado inmortalizado con un rostro de inocencia, Samuel Trigueros iluminado por su juventud, y Fabricio Estrada, en la que parecía seguir afectado por alguna broma recién dicha. Pensé en que me hubiese encantado conocer a Rigoberto Paredes en persona; el ambiente del lugar me hizo sentir que estaba conociendo su casa. Más tarde presentamos nuestros libros, conocimos gente nueva y cada vez que estábamos más cerca de despedirnos, crecía esa bestia en la garganta.

El resto de los detalles de estas y las demás noches quedan en consideración de cada persona que haya llegado hasta acá en la lectura, pues alguna imagen ya existirá de todos nosotros.

4) El Limbo

Mientras nos acercábamos al final del Encuentro, las medidas en El Salvador ante la emergencia se iban tornando más duras. No hace falta explicar demasiado. Nos enterábamos de que no sería posible tomar un Ticabus (porque había dejado de funcionar hasta nuevo aviso) y que existían problemas en la frontera. También teníamos claro que, al ingresar, cualquier viajero estaría obligado a pasar 30 días en un centro de contención, para evitar la propagación del virus. Algo de pánico comenzaba a recorrernos, pues Erick y yo no teníamos más dinero que el presupuestado para esa semana y yo vi frustrarse varias de mis ventas de libros. Ante esto, Perla y Jonathan Bonilla nos ofrecieron casa. Nos dijeron que no nos preocupáramos y que no pasaríamos hambre ni dormiríamos en la calle.

5) Domingo

Amanecía y sólo restábamos tres personas en el Airbnb: Matheus (quien obviamente también tenía problemas para volver a Guatemala), Erick y yo.

Tía Chary fue la primera en salir de camino hacia Chiapas, pues temía que las complicaciones en fronteras le generaran mayores problemas y no quería seguir preocupando a su madre. Memo, por su lado, nos había dejado horas atrás, ya que iba de regreso en avión hacia Costa Rica. Nosotros recogíamos nuestro desorden. Los basureros rebalsaban de latas.

Llegaron por nosotros. Estábamos listos para irnos, pero no sin antes estrenar un cenicero que ignoramos durante toda la estadía.

Partimos hacia esa casa que Perla daba en alquiler y en la cual dormía Jonathan cuando visitaba la capital. Almorzamos todos juntos y luego ellos dos se marcharon. No sin antes enseñarnos cómo colocar las cadenas de la puerta principal y advertirnos que tendríamos que economizar el agua, pues como en todas las esquinas de Tegucigalpa, allí también tenían problemas de distribución. Por lo cual debíamos aguantar algunos días con un barril lleno a poco más de la mitad.

***

Los tres decidimos revisar la casa para saber con qué recursos contábamos y qué debíamos limpiar y adecuar para que la estadía fuera más cómoda. Creo que una canción ideal para ese instante bien pudo ser »The Look» de Metronomy. Nos entendimos muy bien desde ese momento. A los tres nos gustaba el orden y la pulcritud. Al terminar la limpieza, decidimos desempacar y nos adueñamos de una mesa en la cual colocaríamos a disposición comunal todos los libros que teníamos; nuestro altar, le llamamos.

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Nos acomodamos Erick y yo en un cuarto, compartiendo cama, y Matheus, en la habitación de al lado, ocupando una más pequeña. Creímos que sería mucho más cómodo, ya que no era la primera vez que junto a Erick nos pasaban este tipo de cosas. Hicimos memoria de cuando nos quedamos en un hotel (que en realidad era motel), por 3 o 4 noches, o de la vez en que realizamos el viaje hacia Costa Rica y Panamá, donde también hubo ciertas tribulaciones. Ahora nos encontrábamos en Honduras, »exiliados», y bromeábamos al respecto.

A causa de esta palabra tan extraña que es el »exilio», nacieron varias ideas. Discutimos de cómo el término era prostituido por cierta gente que intentaba escribir literatura, de cómo llamarse »escritor del exilio», se traducía en ocasiones desafortunadas en una muletilla para legitimar obra mediocre. Tras esta discusión surgió de manera orgánica la idea de comenzar a registrar nuestro día a día y hacer sátira del término. Así nació la gran broma de esos días: «Tegucigalpa Shore», una sorna útil para mantenernos enfocados en la risa y no enloquecer de verdad y también una herramienta para comunicar a las personas interesadas cómo nos encontrábamos. Esto, como era de imaginar, no sentó bien a varios individuos que acabaron interpretándolo como se les dio la gana, llegando a teorizar de que nos habíamos quedado en aquel país con la intención de evadir el paso por centros de contención o que teníamos la brillante idea de llamar la atención al realizar todo aquel drama. Comenzaba a vislumbrarse la mezquindad.

6) Escala de grises

Al principio nos costó acoplarnos al lugar. Lo básico era entender que no teníamos nada que hacer, pues era estúpido salir con ideas ridículas como cruzar por punto ciego, ya que sería considerado delito. Una cosa es ser poeta y temerario y otra muy distinta es ser un imbécil.

Lo que necesitábamos era un salvoconducto y transporte, porque, como habrá quedado en evidencia, no viajamos con vehículo propio y mucho menos teníamos recursos para pagar uno hacia la frontera. El plan inicial era esperar a que Ticabus volviera a funcionar.

Llegado el lunes todo fue más leve, estábamos agradecidos por tener un ventilador y emocionados porque Perla y Rommel estaban coordinando llegar a visitarnos. Antes del mediodía ya nos encontrábamos acompañados por ellos. Rommel llegó con algunos insumos alimenticios patrocinados por él y su familia, con una olla, una botellita de Tic Tack, jugo de naranja, una tablet y su presencia. Por su parte, Perla llegó junto a una increíble sopa de capirotada (lo cual era algo nuevo para nosotros) y con la compañía de su hija, quien nos obsequió una interpretación a capella de »Hijo de la luna» de Mecano, canción que en pocos minutos nos rompió por dentro, y no realmente por la historia de la rolita, sino por aquello tan demoledor que acabábamos de presenciar. Desde ese día sentí regresar mi síndrome de Stendhal.

Esa misma tarde comenzamos a recibir algunas ayudas. Un grupo de maestros de una de las universidades en las que teníamos programado un recital se coordinó y nos hizo llegar cereal, jabón, macarrones, pasta dental, guineos, aceite y una botella de ron. Estábamos contentos.

Horas después se informó de que en Honduras se inauguraba el toque de queda, por lo cual dejamos de ser 3 los miembros de la casa y comenzamos a ser 4, pues ahora Rommel estaba atrapado junto a nosotros. Y con la esperanza de que esto no se lea egoísta: nos alegró mucho.

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***

La primera noche pensamos en que sería buena idea de que Rommel se quedara a dormir junto a Erick y a mí, pero al amanecer lo encontramos en el suelo. Nunca supimos por qué. Creo que dijo algo acerca de problemas en la espalda, no estoy seguro, sería de preguntarle para corroborar. Ante esto resolvimos que sería preferible que durmiera junto a Matheus. Así fue en las noches siguientes.

7) Nuevos hábitos

El primer «problema» con el que nos encontramos fue la comunicación con el exterior. En nuestro primer viaje a la tienda, Erick y yo nos aventuramos a pedir «salchichas» y la primera reacción de la señora fue de extrañamiento; pensé en cómo describir su cara en estas líneas y no encontré una mejor que decir: era rostro de alguien que chupaba un limón mientras se reía y ofendía poco a poco. Para ese sector en Honduras, parece que salchicha hace referencia directa al pene, y que la palabra para pedir una salchicha como la conocemos en El Salvador es «hot dog», claramente, sin escabeche, ni aderezos, ni pan. La pura carne. Logramos comprar y volvimos a casa. En otra ocasión tuvimos problemas al querer comprarle pimienta, pimienta negra llanamente, pues allí la pimienta era entregada en mezcla, es decir: pimienta y comino, a la cual nos acabamos acostumbrando. Tras ese par de confusiones, no hubo nada más. Hasta creo que llegó a tolerarnos. No recuerdo su nombre, pero se volvió nuestra vendedora habitual de chicharrones picantes y cigarros, y en un par de ocasiones también logramos que nos suministrara Yuscarán. Por supuesto, había un código para esto. Y como ella dijo que era un secreto: lo mantendré así. En una de las ocasiones hasta nos defendió de un borracho que se supone, nos estaba insultando. Nosotros no escuchamos los insultos, pero ella aseguraba que fue así. Yo le creo.

Los problemas reales llegaron, la ropa limpia se nos había agotado, Rommel tenía algo de ropa, iba preparado, igualmente Matheus, tenía algunas camisetas, pero Erick y yo sólo teníamos ropa sucia. Perla nos ofreció llevársela y lavarla, eso fue en la última ocasión que pudo llegar, antes que le fuera imposible volver a salir de casa. Nosotros entregamos, con mucha vergüenza, pantalones y camisas, pues ella había hecho ya demasiado por nosotros. Nos quedamos con toda la ropa interior y resolvimos que el agua que ocupáramos para lavarla también serviría para el baño. Nuestro gran enemigo era esa escasez. El agua no llegó al cuarto día, como teníamos previsto, sino hasta el quinto, día en que tuvimos mucha ayuda de los vecinos. Nos levantamos temprano y comenzamos una maratón digna de Thurston Harris y su Little Bitty Pretty One, ya saben, la canción de la película de Matilda.

Fueron aquellas alrededor de 7 horas llenando el barril más amplio que teníamos con otros más pequeños, buscando a quienes nos pudieran prestar una manguera, lavando todo lo que podíamos: la ropa, trastes acumulados, el piso. Dimos vuelta a una pila que estaba volcada en el patio, la limpiamos y llenamos, extrajimos arañas y cadáveres de cucaracha de otra pila y batallamos contra los criaderos de zancudos y contra una rata que, estoy ahora seguro, era producto de nuestra imaginación. A eso de las 2:00 p. m., habíamos terminado. Sabíamos que nos haría falta agua, pero no teníamos nada más que llenar. Nos permitimos bañamos y aquel baño supo a gloria, habíamos recuperado algo de humanidad. Dentro de 10 días volvería a caer el agua.

Con respecto a la comida, en los primeros días no tuvimos problemas, las ayudas llegaron por parte de escritores y escritoras que tenían información de nuestra situación y nos enviaron suministros, alimenticios y económicos. A su vez, los propios vecinos parecían turnarse, pues día a día nos llevaban algo de comer o nos preguntaban si necesitábamos jabón. En aquellos días nos dimos cuenta qué tan útil fue que nuestras madres nos enseñaran a no ser unos inútiles, todos sabíamos cuidarnos y no moriríamos de hambre, cocinar era cosa de imaginación y de cierta habilidad. Hubo sopas instantáneas convirtiéndose en fideos con crema, hubo días gloriosos en que pudimos hacer burritos, llegaron regalos como sopa de capirotada que unas vecinas nos llevaron desde lejos, o los taquitos fritos que Nohelia, una joven poeta de Honduras, preparó para nosotros y nos hizo llegar junto a otro regalo. Y aunque también hubo días en que dormimos hasta tarde para sólo hacer dos tiempos de comida y sentir que todo pasaba más rápido: la cosa no estaba tan grave. No habíamos aguantado realmente hambre.

Escena adicional: estoy seguro de que cualquier lector que haya llegado hasta este punto, habría pagado por ver a Matheus Kar arrojando plátanos al aceite, a un metro y medio de distancia. Juro que era un espectáculo. Nosotros estábamos maravillados con ello.

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8) Ámbar gris

Mediante el transcurrir de los días no hubo problemas entre nosotros. Nos dedicamos a leer, a jugar con las cartas e inventar una variación de «El gran mentiroso», juego ahora rebautizado como «Cerote sucio», un juego vertiginoso y violento de naipes nacido en las entrañas de Tegucigalpa. También usamos como escape la tablet de Rommel y su emulador del Super Nintendo. Pasamos horas en ello. Creamos una rutina. Teníamos noches de películas: vimos Animales nocturnos, de Tom Ford, The Sunset Limited, de Tommy Lee Jones, la cual resultó una película brillante basada en un libro de Cormac McCarthy, protagonizada por Samuel L. Jackson y el propio Tommy Lee. También vimos Love de Gaspar Noé. Esta última nos alborotó bastante y nos hizo extrañar a nuestras novias.

Teníamos momentos, a eso de las cuatro o cinco de la tarde, en que salían de nosotros las pláticas teóricas sobre arte en general y literatura, las cuales no estaban exentas de veneno y acidez. Platicamos acerca de las poses de los «grandes señores de la literatura», de la manera en que la vejez ha afectado a algunos y también en cómo le ha caído genial a muchos otros, es decir, a esos escritores de edades avanzadas que son generosos con los más jóvenes, autores que tienen conciencia de que no hay que temer al relevo generacional y al diálogo. Todos recordamos más de alguna buena experiencia con poetas mayores que nos dieron muchísimo cariño y mucho más que aprender.

Asimismo, leímos poemas de autores que nos marcaron, nos recomendamos cuentos y novelas, despotricamos y hasta planeamos hacer una transmisión criticando ciertos vicios del medio literario que consideramos, cuando menos, ridículos. En algunos momentos llegamos a escribir. Yo por mi parte apenas pude trabajar 3 poemas, uno de ellos sigue inconcluso, Erick nos mostró avances de un nuevo libro que tiene en proceso, Rommel fue muy productivo y es al que más vi en su libreta, Matheus era silencioso, pero siempre estaba trabajando, de allí salió un poema entrañable: ‘‘Toque de queda’’, uno de mis favoritos de su autoría. Algunas noches realizamos transmisiones de Facebook Live, tuvimos público, agradecimos por las ayudas que nos hacían llegar y por todo el cariño. Estas transmisiones nos mantenían activos y nos subían el ánimo. Seguíamos con la gran broma que fue ‘‘Tegucigalpa Shore’’, hasta realizamos noche de expulsión y nos dimos a la tarea de seleccionar poemas de autores centroamericanos jóvenes para que quienes sintonizaran, supieran de nuestras recomendaciones. Al final todo era sobrevivir. Nosotros lo entendíamos y también alguna gente lo hacía.

***

Ocurre que ocupar el ámbar gris como metáfora para este capítulo no fue una idea enteramente original, puesto que la extraje del capítulo 1 de la serie El perfume, una serie alemana en donde explican que el ámbar gris, el cual es excremento de cachalote, tiene un valor bastante alto. Y se me hizo imposible no pensar todo este viaje como el interior de la ballena y el aprendizaje obtenido como el producto final y su importancia. A algunos les puede parecer simple excremento, pero para aquellos con mejor ojo y olfato, les puede parecer realmente valioso. En Tegucigalpa sí nos llegó la mezquindad de ciertas personas, que para esas alturas del encierro nos tiraban sus dagas y su bilis. Los argumentos eran los mismos: «¿Para qué putas salieron si sabían que había emergencia», «Ustedes se lo buscaron», «Bien podrían regresarse antes, pero quieren llamar la atención», «Si tienen dinero para viajar, tienen para quedarse también allí el tiempo que diga el presidente», «Ya ven, eso les pasa por andar jugando a los poetas», «Yo no entiendo cómo no han pagado transporte y se han regresado, a lo mejor andan escapando de los 30 días en centros de contención», «Ojalá se enfermen por andar payaseando» etc., etc., etc. Pero además de la mezquindad, también nos llegó un abrazo diáfano de aquellos que se preocuparon genuinamente por nosotros, de aquellos miembros de nuestras familias que nos escribían, de aquellos amigos cercanos y no tan cercanos, de nuestras parejas preguntando por cómo nos sentíamos y averiguando qué tan cerca estábamos de la locura. Y pecando de cursi, diré que también nos teníamos a nosotros como equipo. Todo era más leve estando los cuatro en el encierro. Reafirmamos la amistad. Cada monólogo delirante, cada mal chiste, cada broma floja, cada insulto, cada risa, cada historia de amores fallidos, cada confesión acerca de nuestros bloqueos literarios o inseguridades, fueron salvavidas para no terminar de deprimirnos y, sobre todo, para conocernos aún más a nosotros mismos. Buscamos evitar la asfixia y lo logramos. 

9) Punto y seguido

Las posibilidades para regresar a nuestros países se evaporaban una y otra vez. A mitad de la primera semana recibimos enlaces en los cuales se nos pedía llenar formularios para volver a El Salvador, los llenamos y nunca recibimos respuesta alguna (sino hasta que ya nos encontramos dentro del país), luego también recibimos la que sería la ayuda definitiva: a través del contacto de uno de mis amigos en El Salvador (Diego), pudimos comenzar pláticas con el consulado salvadoreño. En primer momento, creo que, por mi forma ineficaz de comunicarme, no dejé en claro que nos hacía falta el transporte, así que, al sólo tener el salvoconducto, nos tocaba esperar a que Ticabus se reactivara. Pasaron los días. Una noche le llegó una llamada a Rommel, quien pasó el teléfono a Erick para que contestara, Erick era mejor comunicándose, dejó en claro que nos faltaba el transporte y que sí queríamos volver al país, y que ya sabíamos de los días en centro de contención y que el transporte era lo único que nos detenía. Habiendo dicho esto, confirmaron que dentro de dos días llegarían por nosotros. El día siguiente a la llamada fue un día lento, decidimos salir con Rommel a comprar alcohol con los recursos que nos quedaban y fracasamos en el intento, allí todas las tiendas estaban vacías, así que terminamos comprando material para cocinar una sopa de pollo, con la cual venía yo fantaseando desde hace bastante. De alguna manera celebramos. Jugamos por última vez a las cartas, empacamos y esperamos el día siguiente. Matheus estaba siendo ayudado por Perla y por parte de la embajada le estaban terminando de resolver. Amaneció. Llegó la hora de despedirnos. Rommel y Matheus se quedarían unos días más. Nosotros estábamos contentos por irnos, pero había algo que quedaba allí. Aún no sé describir qué era. Esa casa había sido nuestra durante 10 días y algo de memoria se quedaba junto a ella.

10) La otra orilla

No esperamos mucho al vehículo que llegaría por nosotros. Saludamos, abordamos, fuimos a Comayagua a recoger a otra pasajera y llegamos a la frontera. Agradecimos a quien por fin nos sacaba de Honduras y pasamos a chequear nuestros pasaportes. Nos tomaron temperatura y nos dejaron cruzar. Llegamos a eso de las 2:00 p. m., no habíamos almorzado y mientras esperábamos preguntamos dónde podríamos conseguir comida. La enfermera a cargo nos dijo que ya se había repartido alimentación, pero logró conseguirnos 2 platos de pollo. Éramos 4 los que bajamos del vehículo. Una de las que iba con nosotros dijo que ya había comido, así que nos cedía los platos, y la otra tipa dijo que tenía mucha hambre, así que junto a Erick nos dividimos el primer plato y le entregamos a la ‘‘hambrienta’’ el segundo. Luego nos enfurecimos porque la tipa ni siquiera tocó el plato con el que se quedó. Mientras esperábamos también tuvimos ganas de ir por un cigarro, allí en la aduana quedaba cerca una tienda, así que pedimos permiso y compramos. Solicitamos 4: «Dos para ahorita y dos por si logramos fumar al bajarnos». Nos preguntamos si sería buena idea comprar alcohol o una cajetilla completa. Resolvimos que mejor no, porque en el centro de contención podrían registrarnos. Ese fue de nuestros errores más grandes: llegados al centro de contención, no revisaron nuestras maletas.

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El viaje en el bus fue un viaje cualquiera, caluroso y con ventanas abiertas para que circulara el aire, entiendo que como medida de prevención. Estábamos asustados porque no sabíamos en qué centro de contención nos tocaría, teníamos miedo de uno similar a la gran tragedia que fue Jiquilisco, pues allí la situación fue de hacinamiento, y con alto riesgo de multiplicar infectados… Al cabo de unas horas estábamos cruzando por La Costa del Sol, nos dijeron que sería un hotel y que tendríamos los 30 días que firmamos en aduana. Comenzaron a llamar por nexos familiares y por afinidad para bajar. Erick y yo aprovechamos, bajamos como amigos: tomaron nuestros datos, nos devolvieron los pasaportes, nos midieron la temperatura y nos asignaron a la misma habitación.

Junto a nosotros estarían dos señores, a quienes juzgamos muy mal desde la entrada, pues uno de ellos parecía agresivo y el otro tenía rostro de que iba a quemar el lugar. Nos escoltaron a los 4 a la pequeña casa donde nos quedaríamos. Erick tuvo buen ojo y eligió la habitación con dos camas y baño compartido. Los señores, por su parte, tendrían una habitación llena de literas para cada uno. Todos teníamos aire acondicionado. De alguna manera, celebramos estar en tierras salvadoreñas. No recuerdo si cenamos esa noche. Recuerdo, sí, que nos bebimos el agua que traíamos y que desempacamos los dos cigarros que teníamos guardados. Uno de ellos estaba roto, lo remendamos y fumamos allí. Estábamos molestos: no revisaron maletas y nosotros pudimos haber ingresado algo para beber. Error estratégico.

Nos bañamos y nos dispusimos a dormir. Apagamos la luz y el foco estuvo parpadeando por algunas horas hasta que caímos rendidos. Este era el día cero. Comenzaríamos a contar a partir del 26 de marzo.

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11) Nuevas bases

En el principio sentimos la incertidumbre. Luego aquella rabia que nos surgía, porque logramos escapar de Honduras y aún así tendríamos que reiniciar el calendario. Ambos teníamos nuestras mascarillas con las que fuimos trasladados desde la frontera hasta la habitación. En la primera mañana bajamos y saludamos a nuestros compañeros, de los cuales desconfiábamos en absoluto (o al menos yo lo hacía), me molestaba el hecho de que nos hubiésemos mantenido sanos por tanto tiempo y que al llegar al centro de contención uno de ellos fuera portador del virus. Tengo claro que me dejé absorber por el terror y como producto de ello, en los primeros tres días, apenas y los saludé. Mantenía ofensiva distancia.

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Comprendimos rápido la manera en que funcionaría todo, les explico: 6 de la mañana, 12 del mediodía y 6 de la tarde serían las horas para recibir nuestros alimentos. Un equipo pasaría en un pick up dejando los 4 platos en una silla blanca de plástico tostado colocada al pie de la puerta, una muchacha, la más delgada y ágil, se encargaría de dar un par de golpes a la madera y salir corriendo de regreso al pick up, para seguir con la ruta.

En los primeros días recibimos únicamente una botella de agua de 750 ml, así que cada uno comenzó a distribuir esa cantidad en horarios a lo largo de la jornada. Al cuarto o quinto día ya tuvimos tres botellitas diarias y a veces estas eran de un litro. Un equipo de doctores y enfermeras pasarían dos veces al día tomando la temperatura con una pistola cero contacto a cada inquilino. Los primeros resultados fueron algo así: 37.2, 36.5, 36.6, 37.1, y se mantendrían así hasta el final. 

El tiempo que pasamos fuera de la habitación se redujo a las horas de comida. Erick y yo hicimos de la mesa de vidrio en el comedor «nuestro lugar», y los señores se quedaron con los sillones y la mesa más pequeña. Con el paso de los días comenzamos a dialogar más, nos quejábamos juntos de la comida de mierda que nos daban y celebrábamos juntos cuando llegaba algún almuerzo medianamente decente. Tratábamos de crear un mecanismo a través del cual adivinar si nos tocaría buen o mal almuerzo, basándonos en la comida que recibíamos en el desayuno. Hasta donde logramos entender: cuando recibiéramos el casamiento seco en el desayuno; el almuerzo sería una mierda, pero si recibíamos los frijoles molidos, había posibilidad de comer bien. Pasados los días también dejamos de bajar con mascarillas, pues leímos que dejaban de servir después de un par de usos, y que al final si alguno de los 4 estaba contagiado, era sólo cuestión de tiempo para que los demás lo estuviéramos. Así que lo vimos como un sinsentido. Aun con la relativa amplitud del lugar, el contacto era inevitable. Esto nos ayudó a bajar esa barrera siniestra de incomunicación.

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Uno de los señores nos contó que él estaba allí porque una vecina le tendió una trampa y lo denunció para que lo llevaran a centro de contención, supuestamente por «borracho». El otro señor dijo que tenía trabajo en Honduras y que hasta pensaba esperarse a que todo concluyera para regresar a El Salvador y no tener que pasar por los 30 días obligatorios, pero que luego entendió que el asunto iba para largo y que mejor era ya no atrasar lo inevitable. Extrañaba a su familia. Erick y yo también les compartimos nuestra historia. También extrañábamos a nuestras familias. Nos acabamos llevando muy bien con ellos. Había respeto y nunca hubo ninguna tensión.

12) La habitación

El espacio ahora se nos había reducido. Aunque nos llevábamos bien con los señores, no teníamos demasiado que conversar con ellos y nuestros ánimos tampoco eran siempre los mejores. Intentamos adecuar la habitación tal como hicimos en Tegucigalpa, desempacamos nuestras cosas, dejamos la ropa en un tipo de armario y los libros sobre un tronco de madera barnizado, que servía como mesa. Teníamos dos camas: una doble y una individual, las cuáles nos turnábamos. En el primer día recuerdo que intentamos apreciar el paisaje. Teníamos 6 palmeras, un muro de ladrillos y una casa ubicada tras ese muro. Ese día nos dimos cuenta que los paisajes están hechos de situaciones. Poco sabor tenía a los 10 minutos esa línea de palmeras mecidas por el viento.

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Como en Honduras realmente leímos muy poco, sentimos alivio porque todavía esos libros que cargaba tendrían utilidad. A nuestra disposición estaban: una antología de Vallejo, el ‘‘Confieso que he vivido’’ y ‘‘Residencia en la tierra’’ de Neruda, el libro antológico de premiados en la segunda edición del certamen Alfonso Hernández de 1991, ‘‘Islas y náufragos’’ del salvadoreño Luis Flores, ‘‘Poema del cante jondo’’ de Lorca, y los poemarios de Perla Rivera, Rommel Martínez y Tía Chary. En menos de cinco días lo habíamos agotado casi todo, y digo casi todo porque ambos nos negamos a leernos la prosa de Neruda.

Aquello de agotar los libros nos iba calando, el tedio se hacía ruidoso. Por mi parte me era difícil entretenerme con otras cosas, pues mi teléfono sufrió un accidente en Honduras y por lo tanto me encontraba casi incomunicado, excepto porque Erick agregó mi huella a su celular y dos números que eran los únicos que me interesaban para tener como contactos en WhatsApp en ese momento: el de mi madre y el de mi novia.

Algo de conversación nos aliviaba los días. Buscar los lados luminosos del asunto; nos relajaba bastante. Por ejemplo: ‘‘Acá tenemos agua todos los días, huele a cloro y a pescado, pero tenemos agua’’, ‘‘Otra cosa vergona es que estamos comiendo los 3 tiempos, ya no nos toca dormir hasta tarde para evadir el hambre’’, ‘‘Mirá, tenemos aire acondicionado, eso es una gran ventaja’’, y lo más importante: ‘‘Maje, sólo somos 4 acá, ¿te imaginás si nos hubieran mandado a algo como Jiquilisco?, acá hay menos probabilidades de que nos enfermemos’’. Con respecto a esta última idea, sí celebrábamos, pero a la vez estando allí nos agobiaban ciertos detalles del exterior: saber que no podíamos hacer nada por nuestras familias, el terror de sentir a algunos policías y militares tomando decisiones y actuando de forma arrebatada gracias a los llamados del presidente, la flecha de contagios subiendo, el primer muerto, los días restantes y ese largo etcétera.

13) La abstinencia: una ventana a pequeños paraísos

En mi rutina particular, si no estoy escribiendo estoy leyendo, si no estoy leyendo estoy armando algo en mi cabeza o entreteniéndome con otros productos culturales: música, cine, teatro, estupideces en YouTube, etcétera. Ante la situación, y después de habernos leído los libros que teníamos, la desesperación se volvió insoportable. Caímos en la cuenta de que había sido un error tremendo no haber comprado la cajetilla de cigarros o la botella de aguardiente.  Pero pronto nos dimos cuenta de que a esas alturas ya nos lo habríamos acabado todo y nos estaríamos lamentando por otra cosa. Así que probamos haciendo limpieza en la habitación, haciendo algo de ejercicio, lavando ropa (pues recién nos acababan de entregar un kit de limpieza), platicando sobre lo que vivimos en Honduras, también sobre cómo veíamos a los señores de las otras habitaciones, peligrosamente más desanimados…

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Ante el desasosiego, Erick comenzó a dormir mucho. Dormía como para olvidar que estaba allí. Por mi parte lo intenté, me funcionó un par de días, pero al final acabé cosechando el insomnio. Me di cuenta que la falta de alcohol me estaba afectando. Amanecía de mal humor, tenía temblores, pesadillas recurrentes y demás. En algunos días, tengo claro que fui absolutamente insoportable. Junto a Erick creamos un tipo de comunicación muy especial. Creo que era algo como un trato secreto: cuando él amanecía con cierto estrés o con rostro molesto, yo me ensimismaba y no le dirigía la palabra hasta que se veía tranquilo. Y cuando me pasaba lo mismo: él actuaba exactamente de esa manera. Fue saludable para los dos.

En uno de esos días, no recuerdo si el séptimo u octavo, llegó una llamada de mi madre, quien tenía planificado llegar al centro de contención a dejarme algunos insumos, aunque esto significara un gasto. En esa llamada me contó que salió para pedir la firma a unos policías, pues ella descargó unos formularios en línea y se requerían esos manchones.

La furia me recorrió por el cuerpo, mientras escuchaba que al llegar a la delegación de Ayutuxtepeque y preguntar por el rellenado, hubo dos policías que salieron a su encuentro: el primero le dijo que le ayudaría y el segundo (de mayor rango a mi entender), le dijo que lo que podía era encerrarla por andar documentos no autorizados. Ella explicó que los formularios se encontraban en línea, que ella sólo los descargó y que una vecina se los imprimió; que nada más buscaba poder entregar algunas cosas a su hijo, sin tener problemas en el camino. Cuenta mi madre que sintió auténtico terror porque ese otro policía de pecho hinchado, estaba seguro que ella estaba cometiendo un delito y que debía ser castigada. Al final tuvo suerte, le retiraron los formularios, los rompieron y le permitieron volver a casa.

Al colgar le conté a Erick. Surgieron las puteadas. Era inevitable pensar que todo aquello era por mi culpa.


***

Días después del hecho anteriormente narrado, nos encontrábamos tirados en las camas, cuando llegó una llamada de mi madre. Ella me decía que había recibido ayuda de una de mis tías (mi tía Liz), y que un señor, miembro de una iglesia, la había trasladado hasta el centro de contención y que ya había entregado las cosas. Que me quería tomar de sorpresa.

También me contó que al entregar los libros que le encargué: un obra selecta de Albert Camus, ‘‘El club de la pelea de Chuck Palahniuk, ‘‘Los sin sabores del verdadero policía’’ de Bolaño y la primera parte de cuentos completos de Cortázar, los militares le preguntaron que por qué tanto libro y al responderles que tenía un hijo allí dentro que gustaba de leer: ellos se dispusieron a revisar página por página, para corroborar que no hubiese escondido nada al interior de ellas. A lo mejor ella era una traficante y al abrir las páginas juntarían unos 5 gramos de coca o algunos papelitos de ácido bien escondidos en las primeras 1,400 páginas del nobel francés.

A la media hora de la llamada tocaron a la puerta. Dejaron la maleta que mi madre llevaba para nosotros. Entre lo principal estaban: el celular que mi hermano menor me cedía, algunos jugos de caja, sodas pequeñas, 4 sopas maruchán, 3 bolsas de churros, dos paquetes de galletas, una bolsa de suspiros, dos dip’s de queso, pan de caja, tostadas, una lata de atún (que tuvo que vaciar en un depósito de plástico para evitar nuestro suicidio, (porque según le dijeron en la entrada, ya se reportaban casos desesperados), 8 rodajas de jamón, 4 salchichas, jabón en polvo, lejía, 3 bolsitas de dulces de menta, alcohol gel, un par de guantes, vick Vaporub, algunas bolsitas de té, otras de café, algunos platos desechables y los libros que enumeré anteriormente.

Todo aquello por fin en nuestras manos: fue una pequeña ventana, un alivio. Habíamos comprendido cuánto teníamos ignorado del privilegio de estar en casa.

***

Aquella visita de mi madre fue, sin duda alguna, un regalo. No la había visto, pero sentía su cariño por medio de cada elemento que llegó hasta nuestras manos. En la maleta también venían dos hamburguesas: una para cada uno. Cenamos eso y dormimos tranquilos. Aquel fue un buen día.

***

Para tratar de acortar este relato, les diré que los días siguientes se resolvieron con un poco más de facilidad. Acá viene el resto de la ventana que enuncia el título del capítulo: tomando en cuenta que la comida (en general) era una mierda, pues hasta donde llegamos a teorizar: imaginamos que existía un presupuesto que el propio hotel no respetaba y que, a razón de ello, nos entregaban comida de muy mala calidad, para obligar a los «inquilinos» a pedir comida a la carta. El único escape nos fue entregado por una página de papel bond que encontramos abandonada por debajo de la puerta. En ella se detallaba un menú y un método de pago, exclusivo, por tarjeta de crédito. Cuando recibimos esa página nos reímos, nos enojamos, nos frustramos. El menú era interesante:

—Desayuno americano: $7.50

—Desayuno ranchero: $7.50

—Camarones al gusto: $18.00

—Pechuga de pollo a la parrilla: $12.00

—Filete de pescado al gusto: $13.00

—Pesca del día: $12.00

—Pizza personal: $6.00

—Hotdog: $4.00

—Club sándwich: $10.00

—Super hamburguesa: $8.00

—Sándwich mixto: $6.00

—Papas fritas: $3.00

—Jugo frutal en caja: $1.00

—Botellas de agua: $1.00

—Bebida gaseosa: $0.80 unidad; 8 unidades, $6.00

—Pieza de ropa lavandería: $1.50

10 % de propina a cargar

Al recibir el menú, lo primero, como dije antes, fue la risa. Compartimos en fotografías eso a nuestras parejas y a nuestras madres. Ellas rieron también. Sin embargo, acá (por fin), está la ventana de la que les hablé.

Desde ese día comenzamos a tener pequeños (enormes) placeres. La novia de Erick (Ivette), fue la primera en enviar algo de ese menú. Luego mi novia envió algo más en diferentes ocasiones…, realmente en varias. Ellas dos fueron la ternura encarnada. Y no sólo por los envíos de comida, sino por el soporte psicológico y emocional que fueron para cada uno de nosotros.

De esa misma manera, al subir las fotografías a Facebook agradeciéndoles a ellas, hubo más personas interesadas por hacernos más leve la estadía. De allí que amigas, amigos, familiares, y también cierta gente que no pensábamos que nos tuviera algún cariño, nos enviaran comida para almorzar y cenar en los días consecutivos. Por supuesto que si Erick recibía algo, como una hamburguesa, me permitía darle un par de mordidas y tomar algunas papas, y que, si me ocurría a mí, obviamente hacía lo mismo. Pero en ciertas ocasiones nos enviaban pizzas de $6.00, y al recibir dos a la vez, compartíamos con nuestros dos compañeros, quienes siempre agradecían.

La comida, en ese sentido, me hizo recordar cómo es uno de los bastiones de la cultura.

Además del placer inmediato y la satisfacción, la comida representaba pequeñas victorias diarias. De alguna forma, recordé la serie documental «Cooked», la cual se encuentra disponible en Netflix, y que descubrí hace un par de años, gracias a una de las mejores maestras que tuve el honor de tener en el departamento de Letras: Olga Vásquez.

***

Pequeño paréntesis: hablando de maestros, en estos días también recibí el cariño y la preocupación de dos profesores de la carrera: Mary Cruz Jurado y José Luis Escamilla, a los cuales saludo y abrazo, por si de alguna manera llegaron a esta parte de la crónica.



***

Llevo páginas intentando que esto sea más breve, pero se me ha hecho imposible. Estamos cerca del final. No se preocupen. Los días restantes fueron llamadas de mi madre, a partir de las cuales siempre acababa muy afectado; su voz quebrada y su deseo de que volviera a casa me destruían por dentro y al no saber cómo reaccionar, siempre buscaba que terminaran pronto.

Mi novia y yo hacíamos videollamadas; algunas más exitosas que otras. Erick, igualmente, hablaba con su novia. Nuestros amigos estaban pendientes, nos escribían, mandaban audios, y otros nos animaban al pedirnos colaboraciones literarias, aportes a podcast y entrevistas que pueden encontrar disponibles en la web.

En otros días, lo que nos salvó fue la pura literatura (¿cómo no?). Erick leyó en pocos días «El club de la pelea», buscando a toda costa atrasar su final. Yo intenté entrarle a Bolaño, pero me venció en pocas páginas. Erick se quedó con el libro.

Para mí lo que funcionó en ese lapso fueron muchas revistas digitales: Literariedad, el blog que estrenaba Nelson Alonso (un poeta joven salvadoreño muy entusiasta), Vallejo & Co, Círculo de Poesía y la genial Buenos Aires Poetry, que en esos días liberó varios libros de su catálogo a causa de la pandemia.

Desde este último suceso, mi pareja y yo comenzamos citas nocturnas de lectura. Leímos un especial de Bukowski publicado por la B.A.P., leímos ‘‘Pregúntale al polvo’’ de Fante (una novela muy humana, cruel e hilarante) e iniciamos ‘‘Viva la música’’ de Caicedo…

No lo sé, pero lo colectivo realmente se tradujo en salvación. Junto a ella también iniciamos ‘‘Peaky Blinders’’, una serie atrevida, inteligente y muy potente a nivel discursivo, cuyo género es serie de gánster y cuyo alcance es abrumador. Erick a su vez aceptó la recomendación de ver ‘‘Black Mirror’’, una serie antológica de ciencia ficción que lo atrapó desde el primer capítulo. También otro escape fueron las películas, y regresando a mi padecimiento de síndrome de Stendhal: les cuento que lloré con ‘‘Mary and Max’’, una animación genial acerca de un viejo y una niña autistas que tienen correspondencias a lo largo de los años, y me ocurrió lo mismo con ‘‘Big Fish’’, una película demoledora y delirante dirigida por Tim Burton: director que nunca ha sido de mis predilectos, pero que por eso mismo logró sorprenderme.

Vimos más películas, como ‘‘Funny Games’’ de Michael Haneke, y ‘‘Scarface’’, pero las reacciones fueron distintas y bastante teóricas, así que no me interesa profundizar al respecto.

***

14) Pequeños paréntesis para presentar otros placeres

Cosas que no supe cómo incluir en los capítulos pasados:

La familia y la pareja de Erick también hicieron llegar algunas cosas al centro de contención; fueron geniales y, aparte de los insumos alimenticios y de limpieza, también lograron filtrar una botella de Smirnoff de 750 ml en una botellita de agua.

Burlaron a los militares.

Ese día en que recibimos el regalo, nos embriagamos y celebramos escuchando música y comiendo algo de lo que había enviado mi madre.

  • Entre la comida que recibimos en esos días, llegaron pedidos de personas que no sabíamos que nos querían. Por mi parte, me di cuenta de que no fui tan miserable en años pasados, pues recibí ayuda de gente que, en la vida, llegué a imaginarme que podría brindarla. Pues esa ayuda vino de personas con quienes tuve poco contacto, pero que, a su vez, tienen una memoria muy dulce. Recordaron cosas que yo había olvidado. Para ponerles un ejemplo: recibí ayuda de alguien que dijo que recordaba muy bien que ayudé a un grupo a estudiar para un examen de ‘‘sufi’’, en la Universidad de El Salvador, y que entre esas personas estaba ella. Envió un ‘‘mar y tierra’’ valorado en $18.00, más propina.
  • En ese tiempo, como les dije líneas atrás, recibimos peticiones de colaborar en revistas y antologías. Nos pidieron entrevistas y otras cosas. Considero que todo esto fue un placer. Difundimos parte de nuestras obras y fue satisfactorio. De acá salieron varias selecciones poéticas y la publicación de mi «primer cuento»: El japi awer

14) Ensayo acerca de la esperanza

Uno de los señores, compañero de la casa en que estábamos, dijo recibir una llamada al día 14. De alguna manera Erick y yo le creímos. Él dijo que le informaron que al día siguiente llegarían por nosotros. Siendo ingenuos y entusiastas, empacamos nuestras cosas. Al final, todo fue mentira. En el fondo lo sabíamos, pero dolía. No volvimos a creer en él.

Días después nos hicieron la prueba con hisopos del COVID-19. Aquellas eran pequeñas torturas: una era por la boca y la peor era por las fosas nasales. La de la nariz, dejaba cierta molestia por varios días. Había mucosidad, alergia y dolor; nos costaba respirar.

Todo esto me hizo recordar al cuento que conocí gracias a Alberto Laiseca, uno de mis escritores argentinos predilectos. Laiseca narra un cuento en YouTube, uno llamado La esperanza, perteneciente al francés Auguste Villiers de L’Isle-Adam. Ese cuento hablaba de un prisionero, cuyos carceleros le decían que al día siguiente sería ejecutado. Por algún motivo, ellos dejaban la celda abierta y él emprendía un viaje por escapar. Al final, el prisionero, al llegar al exterior, veía la esperanza, y luego todo frustrado. Este judío sintió que podría estar a salvo, y finalmente el «gran inquisidor» lo retuvo para que sufriera una nueva tortura: la de la esperanza. Nos había ocurrido metafóricamente igual.

Desde ese día, Erick y yo dejamos de creer en este señor, y él, por su parte, dejó de creer en cualquier noticia que viniera desde afuera.

Al día 24, llegaron unas enfermeras: 4:00 p. m. Nos dijeron que al día siguiente saldríamos y que, por favor, mantuviéramos nuestras maletas listas.

Pensamos que no era verdad, pero alegremente, nos habíamos equivocado.

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15) La muerte al castigo de Sísifo

Terminamos por fin de empujar aquella robusta piedra por la montaña. Los días sí habían terminado. Alrededor de las 10:00 a. m., nos llegaron a tocar la puerta los enfermeros con la carta de salida y a las tres y fracción me llamaron a mí para partir.

Me despedí de Erick y nos sonreímos. Él esperó un par de horas: equivalentes a las que yo estuve en el bus bajo el sol.

Era unánime la sonrisa. Había emoción y personas llamando a sus casas.

Por mi parte, preferí guardar silencio, pues hasta no estar frente a mi casa, no celebraría mi llegada.

***


Estuve casi tres horas en el primer bus. Dijeron que necesitaban a todos arriba, que era por sectores nacionales y que la división ayudaría. Al final todo eso fue mentira, porque llegamos al SITRAMS, en esos mismos tres buses a la vez, y para bajarnos no existía protocolo absoluto. Es decir, no tenía sentido todo aquel tiempo que habíamos perdido, supuestamente ‘‘organizando’’ por sectores.


A eso de las 9:30 p. m., yo estaba siendo rociado por unos muchachos y recogía mis maletas, para dirigirme a un microbús. Ya dentro de ese transporte, éramos 7 los que pertenecíamos a Mejicanos y desabordaríamos en nuestras casas. Erick se quedó todavía un par de horas en el lugar.


Horas antes avisé a mi hogar que llegaría un oficial de la policía y que debían esperar hasta las 10:30 p. m.; aquella era una pequeña mentira para que no se durmieran.

A las 10:15 p. m., yo estaba en la puerta de mi casa sorprendiéndolos con mi llegada.
Mi madre, hermano y padre sonrieron. Mi madre roció spray con lejía y jabón en las suelas de mis zapatos y por fin pude ingresar. Me bañé, me cambié, eché una mirada a la cocina, tomé agua, respiré.

***

Algo de ron esperaba por mí. Tenía ganas de llorar, pero no supe hacerlo. Recibí mensajes de mi novia y avisé que estaba en casa. Bebí un poco más, recibí los abrazos y palabras de mi madre entre lágrimas, comí huevo y casamiento casero…, lloré también un poco. Bebí otro par de tragos, publiqué en Facebook que había llegado a casa, finalmente recibí el mensaje de Erick de que ya estaba en la suya y con esos datos me fui a la cama; había acabado, por fin, la gran travesía.


***

Supe que, en algún momento, tendría que escribir todo aquello.