a Olivia O’Lovely
Mi editor estaba enfadado conmigo. Todos los días me llamaba para ponerme una nueva fecha. Hacía muchos días que se había vencido el plazo, y ya para ese momento todo era un afán. Si no lo entregas a fin de mes vas a tener problemas, me amenazó. No dije nada. Cuando colgué, hice pedazos el aparato, y no revisé más el correo postal ni el correo electrónico. En cierto modo me escondí para ser encontrado.
No había escrito un solo párrafo en semanas. Estaba bloqueado. No tenía sensaciones positivas para continuar. Me estaba costando trabajo escribir mi último libro, es decir, el último libro que publicaría en vida. Aunque tengo otros encajonados, de esos se encargará mi editor en su momento.
No sé por qué no ponía empeño en escribirlo. Yo pienso que no lograba concentrarme por tener siempre mi pensamiento puesto en Benedicta; mujer que para ese momento se había convertido en una obsesión.
En esa época todos estaban pendientes de mis movimientos. Mis últimos libros habían tenido un éxito arrollador en muchos países. Mi obra completa se imprimía en grandes tirajes en más de diez idiomas. Había viajado alrededor del mundo a las ferias de libros más importantes. De la noche a la mañana me convertí en una especie de James Dean literario. Fue una época agotadora y de un exhibicionismo bárbaro. Yo me oponía a la danza mediática, pero cuando se ha firmado un contrato hay que seguir las reglas del juego. Quién me ha mandado a mí a ser escritor. Así que antes de los bares, las mujeres hermosas y la buena comida, tenía que cumplir con parte del trato literario.
Para ganar tiempo y poner mis ideas en orden, dejé la ciudad y me instalé en una cabaña que había adquirido hacía unos años. La cabaña estaba en el pináculo de una cordillera que alcanzaba los tres mil metros de altura sobre el nivel del mar. El clima era agradable; yo diría que propicio para encender una fogata y hacer el amor toda la noche.
Lo más interesante era que sus habitantes no sabían quién era yo ni mucho menos conocían de literatura y ese tipo de cosas. Les dije que me llamaba Ricardo Reis, y a ellos les pareció de lo más natural. Sus verdaderas preocupaciones se reducían únicamente en mantener elevado su espíritu y leña almacenada para encender el fuego.Solo logré aguantar una semana sin Benedicta. Cada rincón parecía hablarme de ella, y ya nada era eternamente igual. No había duda de que la necesitaba. Me lo repetía a todas horas. Así que volví a la ciudad decidido a jugármelo todo por ella.
Para coronar mis males, encontré apostado en mi departamento a mi editor. No le hice el menor caso. Sin decirle una palabra comencé a preparar mi equipaje porque había decidido viajar ese mismo día. Mi editor me siguió a todos lados hablándome como un loro. Parecía estar al borde del delirio. Cuando ya no aguanté lo insulté como nunca lo había hecho. Se asustó mucho y comenzó a retroceder temiendo por su vida. Aprovechando la situación, me abalancé amenazante sobre su cuerpo y le dije muy cerca de su rostro que, si no se iba en ese momento, allí iba a pasar una desgracia. Corrió desesperado hacia la puerta y cuando se sintió seguro me gritó que me iba a arrepentir. Le saqué el dedo y cerré con un portazo para que nadie más se dignara en molestarme.
Se me había ocurrido viajar a Miami, donde Benedicta había filmado sus últimas escenas. Estaba seguro que en algún rincón de esa ciudad la encontraría o por lo menos me darían una valiosa información de su nueva residencia. Así que no lo pensé más y viajé ese mismo día.
Antes quiero hablar de ella por si después de mi muerte este texto cae en manos de mi editor y él decida publicarlo como una de mis memorias. Si así sucede, quiero hablar de Benedicta de la forma más ecuánime posible, para poner al tanto a todos los que no la conocen. Mi propósito no es presentarla de forma lasciva. Ya muchos saben de ella (y muy bien, por cierto) por su encomiable trabajo. Mi única intención es, de alguna manera, acercarla a través de otro ángulo; un ángulo que nadie, me atrevería a decir, conoce realmente.
Mi primer contacto con la pornografía fue en mis años juveniles. Mis amigos de la escuela se encargaban de conseguir todas las películas pornográficas posibles. Las mirábamos en una especie de orgía visual. Ya cuando era adulto, vi varias películas en variadas reuniones, pero nada extraordinario digno de comentar. Fue así como tuve conocimiento de la industria pornográfica europea y de la estadounidense, sobre todo. En todo caso, como ya dije, mi entusiasmo por ese tipo de cine fue el normal, en comparación con unos que se conocen donde los individuos alcanzan una determinada dependencia enfermiza.
Hace unos años llegó a mis manos una revista en la que se detallaba parte del lucrativo cine porno estadounidense, y se categorizaban a las estrellas de la industria del momento; las infinitamente famosas Pornstars. En medio de tanta mujer hermosa, me asaltó una actriz que se hacía llamar de una manera poco común: Benedicta. Esta mujer, según se decía en su perfil, había nacido en Santa Fe, Nuevo México, pero su sangre era una mezcla de varios países: Italia, España, Chile y Francia. Sus medidas eran exageradas, y su cabello largo azabache, era digno de destacar sobre todas las cosas. Una de las particularidades que más me llamaron la atención de Benedicta desde el principio fueron sus numerosos tatuajes. Tenía una enorme mariposa en uno de los tobillos, un sol poniente en el ombligo, una diablesca en su monte de Venus y, sobre todo, el que más me impactaba: un enorme dragón en su espalda alta que yo siempre confundía con un Quetzalcóatl. Esta mujer me cautivó a primera vista, y casi en el instante comencé a investigar todo lo relacionado con el cine porno y sobre la vida de Benedicta, principalmente.
De tanto investigar me hice un experto en el tema y un seguidor devoto. Resulta inevitable no ceder a tanta belleza femenina; por lo menos yo no me puedo resistir. En mi investigación descubrí que Benedicta era parte de un selecto grupo de actrices que gozaban de una popularidad insospechada. Este grupo de actrices, según se decía en sus biografías, ya habían filmado más de cien escenas. Fue así como tuve conocimiento de otras despampanantes Pornstars. También tuve conocimiento de actrices veteranas de la industria que se habían mantenido por años en el gusto del público. Al final todo me quedó claro. La industria pornográfica era más grande de lo que yo creía. No solo se limitaba a producir grandes dividendos económicos. También tenía una fuerte presencia en la política, la música y el arte. No hay duda de que la pornografía fue parte fundamental del entretenimiento del siglo XX, será en todo el siglo XXI, y en todos los siglos venideros.
Después de investigar la vida de Benedicta se me ocurrió una idea para conocerla. A pesar de que vivíamos en ciudades relativamente cercanas, conocer a esta extraordinaria mujer no sería tan fácil. Estaba tan impresionado que no iba a estar tranquilo hasta que por fin la tuviera frente a mis ojos.
En esa época ella tenía treinta años. Era una de las preferidas del público latinoamericano, principalmente. No sé por qué, pero al conocer su edad, supe que tenía los años y la experiencia necesaria para mí. Por sus características físicas y por su manera de posar para la cámara, casi siempre le daban personajes de madre soltera o esposa infiel, donde siempre la acompañaban actores más jóvenes. Por esa misma razón, casi todos sus videos los encontré en páginas de milf. Al revisar los sitios, me di cuenta de la gran popularidad que gozaba en el mundo.
Aprovechando que era colaborador en un importante periódico, se me ocurrió escribir un extenso artículo sobre la vida y obra de esta Pornstars. Gozaba de libre albedrío para escribir sobre lo que quisiera, y pensé que no iba a tener ningún problema de censura. Se lo comenté al editor del periódico. Después de pensarlo unos minutos aceptó mi propuesta. Viajé esa misma semana a Los Ángeles para hacerle una entrevista en medio de un famoso evento de la industria.
En Los Ángeles me recibió un amigo, a quien había contactado con anterioridad. Este amigo ya le había adelantado mi propósito a Benedicta, y ella estaba de acuerdo. Para que me sintiera más en ambiente, Benedicta le propuso a mi amigo llevarme directamente del aeropuerto al festival de la industria que se desarrollaba en un importante hotel, donde ella era una de las atracciones principales. Dar con la imagen apoteósica de Benedicta no fue difícil. Estaba en medio de otras actrices en un quiosco plateado posando para las cámaras de decenas de fanáticos. Al verme en compañía de mi amigo, dejó a las otras actrices y salió a nuestro encuentro.
Dos reporteros que cubrían el evento por poco la tumban antes de que ella alcanzara nuestro lugar. En el momento que nos saludábamos, una lluvia de flashazos nos cubrió. Esas fueron mis primeras fotografías junto a Benedicta. Días después esas mismas fotografías iban a provocar un gran escándalo en los medios. A mí poco me importó; siempre los he tomado como tonterías sin importancia.
Hablamos un par de minutos con Benedicta. Nos pidió que la esperáramos en el vestíbulo del hotel mientras se cambiaba. Media hora más tarde apareció con un vestido rojo ceñido y unos grandes pendientes plateados. Había cambiado sus tacones de plataforma por unas sandalias menos sublimes. Estaba ligeramente maquillada, y su cabello se mecía a cada zancada. Nos sugirió irnos a otro lugar, porque ya estaba harta del ambiente. Propuso un sitio de su predilección donde estaríamos más cómodos. Nos condujo a un restaurante oriental que estaba a pocas cuadras del hotel. Llegamos y ordenamos tres Dashi. Después hablamos sin peligro alguno.
A media comida comenzó a hablar en un castellano casi perfecto. Yo se lo agradecí porque mi inglés no era el mejor. Ya entrados en confianza le dije si me concedía la entrevista esa misma noche. Frunció el entrecejo, miró hacia los lados y, en tono de confidencia, me dijo que la dejáramos para el día siguiente. Yo estuve de acuerdo, y ya no volví a mencionar el tema. Antes de abandonar el restaurante, le pregunté sobre lo peculiar que me parecía su nombre artístico. En términos simples, le dije que no había escogido otro mejor. Ella se tiró una carcajada, me guiñó el ojo izquierdo, pero no me dio ninguna explicación.
Al día siguiente fui por Benedicta a su hotel. Mi amigo decidió no acompañarme. Yo se lo agradecí. Ese día Benedicta apareció con unas botas negras, un vaquero azul ceñido, una blusa blanca que tenía unas letras doradas al frente donde se leía San Francisco, y una chaqueta negra de cuero. Su maquillaje era simple, y sus pendientes eran grandes y relucientes en forma de aro. De su cabello había hecho una trenza perfecta, dejaba gran parte de su cuello desnudo. Sus grandes gafas negras también le daban un toque sublime y elegante.
Cuando la tuve a pocos pasos, le dije que me impresionaba su porte, que su manera de caminar me volvía loco. Sonrió, me tomó de la mano y salimos congratulados al cielo inmenso de la ciudad. Anduvimos tomados de las manos por las calles más importantes. Todos los hombres que encontrábamos a nuestro paso quedaban hipnotizados con su belleza. Algunos osados que ya conocían sus trabajos le gritaban palabras subidas de tono desde las aceras. Eres muy popular, le dije apretándole la mano. Me volvió a ver coqueta y sonrió como solo ella sabe hacerlo. Al fin llegamos a un pequeño parque en medio de la ciudad, donde nos sentamos a observar o más bien a criticar a la gente que pasaba por nuestro lado. En medio de tantas cosas me dijo:
―Te he investigado.
―¿Y qué has descubierto?
―Sé que eres un buen escritor y un alcohólico empedernido.
―Ya no bebo como antes.
―Eso no importa.
―Tienes razón.
Callamos unos segundos. Yo no estaba interesado en la gente y Benedicta parecía que quería decirme algo más. Lo podía notar en su mirada.
―Eres un hijo de puta ―dijo al fin.
―¿Por qué lo dices?
―Porque has inventado todo esto para acostarte conmigo.
―Te juro que es verdad lo del artículo.
―Mientes. Conozco bien los de tu tipo.
―Ah, ¿sí? ―dije interesado―, ¿cómo son los de mi especie?
―Son intelectuales aburridos que de vez en cuando les gusta echarse una canita al aire para sentirse vivos.
―Pues te equivocas. No quiero acostarme contigo, y no soy un intelectual.
―Pero eres escritor.
―Sí, pero no soy un intelectual; ellos son aburridos.
Sonrió con gran entusiasmo mientras me miraba como una felina. Yo también sonreí un poco; lo suficiente para ponerme a su alcance.
―Me gustas y quiero acostarme contigo ―dije poco después.
―Ya me lo suponía.
―Pero eso es aparte del asunto periodístico. Ahora te habla el hombre que soy, no el escritor ni el intelectual que tú dices.
―No puedo hacerlo.
―¿Por qué?
―Porque no soy una puta.
―Yo no he dicho que lo fueras; pero estoy dispuesto a pagarte si a eso te refieres.
―¡Imbécil! ―dijo rabiosa. Se levantó de golpe y se alejó despavorida para que yo no la viera perderse entre la muchedumbre.
Las últimas palabras que le dije me resonaban como un nido de serpientes. Me había convertido en una persona distinta en ese momento. Me desconocía totalmente. Jamás había actuado así, jamás había sentido esa terrible sensación de vacío como cuando vi a Benedicta alejarse de mis manos. Lo había arruinado por completo.
Regresé a la casa de mi amigo pensando en ella. Yo siempre me había jactado de tener una palabra precisa para cada situación, esa vez no había podido hacer nada para cortejar de la mejor manera a esa mujer. El recuerdo de su sonrisa hizo que más me interesara en ella. Pero en ese momento lo mejor era dejar todo en paz.
A las seis de la tarde mi amigo me dijo que Benedicta había llamado para verme esa misma noche en el bar de su hotel. Sin pensarlo, acudí a la cita. Mi viaje se había complicado y tenía que volver en las primeras horas del día siguiente a mi ciudad, por lo que no debía de perder tiempo.
Cuando llegué al hotel, Benedicta ya me esperaba en el vestíbulo, hermosamente alhajada. Llevaba puesto un vestido negro con un escote muy prominente y unos zapatos exageradamente altos. Su cabello lucía más espeso y hermoso que de costumbre, tanto que hacía sobresaltar dos pequeñas y brillantes perlas en sus orejas.
No traté en ningún momento de disculparme. Una mujer como ella está por encima de esas nimiedades. Hablamos en el bar y en el vestíbulo, donde por fin le hice la entrevista. Me enteré de que estaba considerando dejar la industria por un tiempo para dedicarse a estudiar psicología. En el futuro pensaba fundar una oficina de modelos y una productora de películas.
Hablamos largo y tendido, pero siempre con cordialidad y respeto. Ella me hizo un par de bromas sobre mi oficio de escritor, y cuando nos despedimos me dijo que no sabía si volveríamos a vernos, pero que a pesar de todo le había gustado conocerme.
―Mencióname en tu discurso del premio Nobel ―dijo sonriendo.
―No será necesario. Para esos días ya serás mi mujer y estarás conmigo en la ceremonia.
Volvió a sonreír mientras se alejaba. Yo salí turbado del hotel a preparar mi equipaje.
El artículo que escribí sobre la vida y obra de Benedicta se publicó unas semanas después de haber regresado de Los Ángeles. Pensé mucho en el título, y al final decidí ponerle A Benedicta, con amor. El editor me dijo que el título era muy sugerente, pero que lo aceptaba. Mis fieles lectores quedaron impresionados con mi artículo y, sobre todo, con la perturbadora imagen que les ofrecía de Benedicta.
Recibí muchos correos, donde comprobé que todo el mundo parecía estar interesado en Benedicta. A mí también se me formó un gran escándalo. Alguien publicó las fotografías del festival porno de Los Ángeles donde aparecíamos juntos. Poco me importó lo que se dijera; siempre ha sido así. Mi editor tampoco se alarmó por el escándalo. Además, todo eso ayudó a que se incrementaran las ventas de mis libros.
A los tres meses de haber publicado el artículo, recibí una llamada a medianoche. A tientas levanté el teléfono y descubrí la inmaculada y dulce voz de Benedicta. Me incorporé asustado temiendo que fuera un sueño. Pero todo era real. Benedicta me hablaba para decirme que quería pasar unos días en mi casa. Yo no tuve más que aceptar su propuesta. Llegó una semana después.
Con gran entusiasmo la recibí en mi departamento. Con anterioridad me había preparado para una visita así, pero todo se aceleró con su llamada. Mi hogar era modesto, pero muy cómodo. Yo siempre he odiado el lujo y la vida aristocrática. Solo contaba con dos habitaciones amplias, un pequeño estudio donde escribía, una pequeña cocina y una sala alargada que termina con una inmejorable vista de la ciudad.
Benedicta se sorprendió de la pulcritud de mi casa. Siempre había creído que los escritores éramos desordenados y sucios. Yo le dije que no era desordenado, pero que era muy sucio. Sonrió coquetamente, mientras yo la contemplaba como a un ángel.
Le mostré las dimensiones de mi departamento para que se sintiera en ambiente. Estuvo de acuerdo en que era muy cómodo y confortable. Poco después le mostré su habitación.
―Pensé que dormiríamos juntos ―dijo.
―Eres mi invitada y debes estar cómoda. Yo soy inquieto en las noches.
Sonrió mientras entraba en la habitación. Estaba cansada. Le dije que durmiera un poco antes de cenar, mientras yo me ocupaba de todo. Tres horas después ya habíamos cenado. Hablamos un largo tiempo; luego le sugerí que se fuera a dormir, porque los días siguientes serían pesados. Estuvo de acuerdo.
Le mostré una parte de las atracciones más importantes de la ciudad. Estuvo alegre y dispuesta a cualquier cosa. Más de un hombre la reconoció en la calle. Algunos se atrevieron a pedirle un autógrafo, como si se trataba de una famosa actriz de Hollywood.
―Reconocen tu trabajo ―le dije al oído.
No dejaba de sonreír, mientras apretaba mi mano. Preparamos la cena, bebimos un buen vino y charlamos como nunca. Cuando se llegó la hora de acostarnos me condujo a su habitación, donde hicimos el amor como no lo había hecho antes. Fue una de las noches más felices de mi vida.
Una semana pasé con Benedicta en la ciudad. Los días siguientes los pasamos en la cabaña de la cordillera. Un amigo me había sugerido ese retiro hacía mucho tiempo. Acepté la propuesta de mi camarada solo para estar junto a Benedicta lejos de la civilización. A ella le pareció una idea extraordinaria, y creo que fueron los días más felices de nuestra vida juntos. Pocos días después adquirí la cabaña.
Pasamos más de diez días en la cordillera. Las personas del lugar nos trataban como a una pareja de recién casados o algo parecido. Un anciano que siempre me ayudaba con los asuntos de la cabaña, un día tocó ávidamente nuestra puerta. Benedicta abrió y lo hizo pasar. Cuando estuve frente a él me dijo que ya tenía la leña que necesitaba para mantener la temperatura. Me pidió acompañarlo y cuando nos retiramos le dijo a Benedicta:
―No se preocupe, señora, en unos minutos estará su esposo nuevamente con usted.
Benedicta se contuvo la risa haciendo un gran esfuerzo. Se acercó, me dio un cariñoso beso, mientras me pedía con mucha ternura que no me tardara.
Más de un año vivimos de ese modo. Casi siempre ella venía a mi casa o yo la buscaba en su ciudad. Ella tenía su vida, y yo no quería incomodarla. La verdad no sé qué situación era la nuestra, solo puedo decir que era muy hermosa y sin ataduras de ningún tipo. No era necesario que nos dijéramos “te amo” o “te extraño” ni que nos inundáramos con llamadas posesivas y celosas. Lo nuestro fue una complicidad real y verdadera, libre de la hipocresía habitual.
En los días que caí enfermo, Benedicta desapareció del mapa. La busqué en todos los rincones posibles, donde sabía que la podía encontrar, pero ya no supe más de ella. Mis dolencias aumentaron, así que suspendí temporalmente la búsqueda.
Mi enfermedad me desconcertaba. Todo se me hacía extraño porque siempre había sido sano. Eran síntomas complejos que jamás había padecido en mi vida. Después de unos análisis se aclararon por completo mis dudas. Yo era VIH positivo. No me alarmé con la noticia porque hacía mucho que me había preparado para la muerte. Hasta los médicos se sorprendieron con mi actitud.
Una tarde, mientras tomaba unos retrovirales, me acordé de Benedicta. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ella, y al hacerlo sentí unos fuertes deseos de volver a verla. Corrí por mi computadora, y me puse a investigar sus últimos movimientos. Supe que se había retirado de la industria porque se había corrido el rumor de que estaba infectada con el virus del sida. En ese momento lo comprendí todo. Benedicta y yo habíamos tenido relaciones sexuales sin ninguna protección. No había duda; Benedicta me había transmitido la enfermedad; estaba casi convencido de ello. En su profesión se dan muchos casos. Yo tampoco había sido un santo, pero estaba convencido de que Benedicta me había transmitido la enfermedad.
Decidí viajar a Miami para verla. Nadie podía detener mi viaje. La busqué en lugares estratégicos, pero no estaba. Hablé con personas de la industria, pero nadie me dio una valiosa información de su paradero. Mi búsqueda fue un completo fracaso.
Para colmo de mis males, en el hotel que me hospedaba tropecé con un cubano-americano que era colaborador del Nuevo Herald. El hombre no perdió oportunidad y al día siguiente escribió en dicho periódico sobre mi estancia en Miami. En su columna me nombró “Persona non grata en la ciudad”. Todo era porque hacía algunos meses él tuvo conocimiento de un trabajo periodístico mío, donde yo hablaba de forma laudatoria de los hermanos Castro, donde también exaltaba la revolución cubana.
Desde el momento en que me vio el periodista se hizo un gran escándalo; al poco tiempo la entrada del hotel se inundó de decenas de manifestantes vestidos de blanco. Era la época de las llamadas “Damas de blanco”. Los manifestantes no solo se limitaron a insultarme, sino también refutaron mis ideas políticas, mis trabajos literarios y me gritaban en todo momento que era una “Persona non grata en la ciudad”. Algunos llegaron al extremo de lanzarme algún objeto para causarme daños físicos. Menos mal que este tipo de manifestaciones son pacíficas, me dije entre dientes. Pero, a pesar de todo, me dije repetidas veces, mientras escuchaba a la turba enardecida, ¿para qué carajos necesito yo Miami, cuando tengo La Habana, Buenos Aires y París? La gente no paraba de gritar y yo traté de evitar la polémica en todo momento.
Por los acontecimientos de Miami, tuve que volver a casa sin ninguna noticia de Benedicta. No quería estar otro día más en la ciudad ni quería ser parte del exhibicionismo mediático. Yo no les iba a dar a esos usureros de la historia la posibilidad de un banquete. Continué mi búsqueda en otros lugares y todo fue inútil. Mi salud empeoraba y no conseguía mi propósito.
Pero la luz me ha vuelto a sonreír. Hace pocos días, una buena fuente me informó de su paradero. Antes no quiero ahuyentarla. Debo ser paciente. Ella no debe saber que la busco con desesperación. Todo lo tengo decidido. Este mismo día voy a viajar. Cuando la tenga frente a mí, le voy a proponer que nos vayamos de esta vida juntos.