Todavía no servía la radio. Rodrigo se subió al carro con los cedés que encontró, Miguel Bosé iba a tocar, por supuesto que ella se puede Amante bandido. Con tanto tráfico, María estaba ya cansada de todo y optó por virar a la izquierda y agarrar la carretera Panamericana; the best of times, the worst of times, el mes más lleno del año, pero, en fin, ¿qué tal tu día?
—Tranquilo —dijo él, y entrecerró los ojos, viendo las calles desde la ventana. El sol se estaba yendo y cuando comienza a ponerse, se nivela con tus ojos.
Rodrigo solo llevaba un par de días en El Salvador. Voló vía Miami desde Francia y todavía tenía un poco de jet lag y estaba, ya sabés, ajustándose. Se había emborrachado la noche anterior y había pasado todo el día en bóxer, acostumbrándose al clima. Se tomó una birria antes de salir y en la casa habían quedado unas Coronitas, así que qué lástima que María tenía que trabajar en estas fechas.
—Nos hubiéramos podido tomar una, vos.
—¿Y entonces quién hubiera manejado? —Ella sonrió. Esas botellitas de Coronas siempre le habían parecido tiernas.
A María le divertía poco su coquetería, demasiado preocupada por evaluar qué ruta tomar o dónde detenerse; y ella solo lo había pasado a traer porque de verdad no era un problema. Tal vez lo que le molestaba era el poliéster laboral que había estado usando todo el día, su disfraz de todos los días… pero allí, céntrico, había un centro comercial en el que podían perder el tiempo y perderse. El gentío y las tiendas harían más fácil esto de tener que volver a ver a Rodrigo, y, por cierto, ¿qué hora era?
La cena era a las 8, así que solo estarían allí un ratito. Faltaba poco. María le echó llave al carro y Rodrigo la siguió por las escaleras eléctricas, brillantes, a través de la gente, hasta el ruidoso centro comercial. Se les hubiera podido ocurrir algo mejor que recorrer un centro comercial dos días antes de Navidad. Podían haber elegido un café y sentarse a entablar una conversación larga, cada uno con la guardia puesta hasta que rompieran el hielo, o tal vez se hubieran podido tomar una cerveza y relajarse y olvidarse de todo hasta que llegara la hora de cenar, cuando verían a sus amigos, cuando contarían anécdotas e historias juntos, risas y abrazos; antes de volverse a separar, ¿no?
“Probablemente no nos volveremos a ver de aquí hasta el otro año”, pensó mientras exhalaba y examinaba las tiendas entre la multitud.
Fuera de las calles hostiles, la relación se mantenía segura. A Rodrigo se le había olvidado cómo año tras año San Salvador se convierte en el epicentro del consumismo. En diciembre, la agitación de los pies y los autos solo hace que las calles se oculten y se extienda el ajetreo. En cualquier otro país podrían ir a alguna otra parte a caminar, matar el tiempo en un ambiente tranquilo, sin muchedumbre que los aplaste y empuje; ¿por qué tenía que ser tan desagradable? Y estaban solo los dos entre los autómatas, sin mediador que los distrajera de lo que ambos sabían que tenían en mente. Rodrigo y María se arrejuntaron, tratando de evitar las masas.
¿Y ahora? María estaba confundida, sin saber dónde ir. Caminaban sin hacer nada, Rodrigo pendiente de su teléfono, con la mano en el bolsillo; estaban turbados entre el mar de gente, los rebaños bajaban las escaleras mecánicas y llenaban los ascensores de Multi Plaza; deberían haber sabido que sería así, pero, bueno, ¿no hemos hecho esto antes?
—Cada sábado en Les Halles —le dijo Rodrigo de cerca—, y a vos te encantaba. Y a él, en serio, le hacía falta María cada vez que le tocaba ir a Châtelet.
Él olía a que se acababa de bañar y María se sintió cohibida, y anheló un baño para poder refrescarse, aunque solo fuera para una cena casual en la casa de Alberto; seguramente a Rodrigo no le molestaría entrar con ella a una tienda y quizás encontraría algo para cambiarse, ¿viste ese vestido rojo en el maniquí?
¿Podría funcionar? A María le encantaban las cosas pequeñas y adorables, pero dudaba de que ese vestidito se le miraría bien. Jaló la puerta y la sostuvo para que una familia de 5 pudiera salir, antes de que ella y Rodrigo entraran a la tienda, mientras deseaba que las ideas intrusivas de tener sus manos en su cintura, en un viejo vestido rojo, permanecieran fuera de la tienda.
—Siempre te has visto bien en rojo —le dijo Rodrigo.
—¿Qué?
Seguro era algo que María ya sabía, pero él no se lo pudo guardar. La cerveza se había asentado y su mente estaba tan relajada que fue menos cauteloso y no vio ningún daño en el hecho de que sus manos una vez habían agarrado y roto los tirantes rojos de un vestido ajustado. Él la siguió y ella flotaba, sus manos y sus dedos sintiendo las puntas y los dobleces de otras prendas, y María sabía exactamente a qué se refería Rodrigo, pero ¿será que había uno en su talla? Todos los empleados tenían las manos llenas con los regalos de última hora de otras personas. ¿Uno en su nueva talla?, porque sus muslos han crecido y, pues, el cuerpo cambia.
—Ay, hombre, si no has cambiado nada. Seguía siendo del mismo tamaño, al menos, y había algo en los últimos años que la hacía verse mejor, más segura.
Él nunca se daba permiso de notar lo que le había cambiado en su rostro, o su sonrisa; evitaba esas miradas donde él reconocería esa misma cara joven que solía tener. Cuando no tenía cuidado, incluso si había un chaperón entre ellos, uno de estos amigos que comparten como pegamento que les hacía imposible dejar de hablar, María cachaba a Rodrigo mirándola.
Pero era fácil evitar el contacto visual directo y permitirse estar en conversaciones colectivas, mientras estuvieran rodeados de personas, sin poder tocarse, abrazarse o referirse a ese momento en que…
—Perdón —dijo una señorita al empujar a Rodrigo en dirección a María. Ella se apartó y continuó buscando el vestido que quería, en lo que Rodrigo se acercaba al mostrador para sacar su teléfono del bolsillo. No había mensajes nuevos aún.
Con el vestido rojo nuevo en la mano, María decidió no probárselo. Encontró un espejo e intentó ver cómo se le miraba. La última vez no había sido hace tanto tiempo, pero el entorno era tan diferente esta vez que parecía que fue hace mucho. Habían estado solos la última vez, y era agosto. No había necesidad de estar bajo techo. Después de cenar en un pequeño restaurante escondido, en una calle imposible de pronunciar, María se fue con su exnovio, examante, extodo, a caminar cerca del río.
Tenía la sensación de que el vestido le quedaría bien, y ahora solo tenía que hacer la cola para pagar y escapar de la tentación de volver a entrar a esa complicidad censurada.
Se habían ido del restaurante en busca de Les Patios, en el 5.º arrondissement. Por supuesto que ella recordaba su bar favorito; esa brasserie estaba muy cerca de la Place Maubert, a la par de La Sorbonne, y mientras caminaban allí, María pensaba ¿qué le habrá pasado a esa chica con la que estaba saliendo? Ella no lo preguntó, solo escuchó el sonido de todo lo que él omitía y le permitió cogerla de la mano. Él sí hizo una pregunta: “¿Por qué no te quedaste?”, y ya no importaba, solo importaba que siguieran caminando hasta el Panteón, donde podían ver la torre desde la calle en la que comienzan a sembrarse las librerías y editoriales del barrio. “No sé”, pero Rodrigo siempre la dejaba entrar y luego se alejaba… cada vez que estaban solos, excepto cuando deambulaban por los centros comerciales; y el poliéster estaba comenzando a hacer sudar a María. El olor distintivo de la ropa nueva la ayudaría a absorber la noche y le recordaría a María que Rodrigo ya no era el mismo chico.
—Vení —hizo un gesto para que ella se acercara donde él estaba apartándole un lugar en la cola. Lo había hecho con mucho gusto, mandando mensajes desde el cel mientras tanto.
Porque ella nunca le preguntó por qué él nunca le dijo, pero esta vez ella no dejó que él tomara su mano para ponerse en la fila, frente a él. Él ya debería estar acostumbrado a no tocarla. Ella quería pagar y simplemente volver a caminar sin rumbo. Y ahora, ¿qué hora era?
Rodrigo no tenía que decirle la razón por la cual estaba pegado al teléfono. Esta no fue exactamente una caminata larga, pero fue lo más cercano que pudieron hacer. El ruido del ajetreado movimiento de pies estaba disminuyendo. Era casi la hora de irse y unirse a los demás, pero un minuto más con ese blazer habría sido demasiado: estar adentro, y juntos, se estaba volviendo intolerable. Por más que él le dijera que fueran a tomarse una cerveza a su casa, o que le pidiera que lo lleve a la playa y le dijera cosas como “¿cuándo vendrás a París de nuevo?”, ambos sabían que no podían fingir para siempre.
Se quitó el blazer azul de un solo. “Teneme esto”, tal y como lo había hecho cuando lo había usado afuera de Rue de l’Anglais, un verano. Él lo agarró, de la misma manera en la que le llevaba la cartera cuando María se emborrachaba, o como cuando se hacía cargo de sus bufandas cuando la cantidad de viento era justa, y ella no necesitaba cubrirse el cuello.
Mientras la gente entraba y salía de las tiendas y agotaba sus tarjetas de crédito, Rodrigo y María caminaban contra el tráfico humano, hasta que se detuvieron frente a una iluminada tienda de electrodomésticos. Los parlantes estaban con descuento. Había muchas opciones: pequeños, impermeables, más grandes. De todos tamaños. María podía escuchar las olas.
—Quisiera comprarte uno —dijo él, mientras se acercaban a la vitrina.
A Rodrigo le vibró el teléfono. Ambos miraron hacia adentro de la tienda, a los altavoces, y Rodrigo le describió a María aquella vez que se fueron a una playa solitaria por el día y volvieron: “Cuando teníamos veinte y algo y fuimos a esa playa por primera vez, la que nunca habíamos visto, caminamos y nos quedamos hasta el atardecer, ¿te acordás? A pues cuando manejaste de regreso, te acerqué mi Blackberry a la oreja para que pudieras escuchar música, porque no servía la radio”.
—Fue como Y tu mamá también, pero en la Libertad, y con Quizás, quizás, quizás de fondo, respondió María.
Ese fue el mismo día en el que él se le quedó viendo de aquella manera: eso fue un par de horas después de que María lo hubiera cachado viéndola y sonriendo, tan ido que no escuchó cuando ella le dijo “¿cuál querés?”. Si ella pudiera contarle sobre esa parte del viaje, sobre cómo ambos sonrieron cuando él cayó en cuenta… Ella siempre había pensado que, si alguna vez decían algo sobre ese día, ella le diría algo como “todavía te amo, ¿sabés?”
—No teníamos cedés viejos esa vez —agregó María.
María no debería dejar pasar otro año sin arreglar su radio, ya mucho. Solo en ocasiones especiales se reúnen todos. Tal vez sea igual que el año pasado, que Sara hizo demasiada sangría. Tal vez este año, Alberto será un buen anfitrión y habrá buenas boquitas esperándolos. La próxima Navidad, Rodrigo podría estar casado ya. No estaba comprometido, esa última vez. “Qué ondas, soy yo, estoy en La Libertad”, no significará lo mismo.
—¿Te pasa algo?
—Estoy bien —le dijo María.
No se veía muy bien, pero Rodrigo no sabía si era por algo que él había dicho o si quizás estaba abrumada por tanta gente a su alrededor. Rodrigo se acercó a una banca
—¿Por qué no nos sentamos y nos comemos un sorbete y nos relajamos un poco?
María se estaba poniendo un poco roja y tenía algo atorado en la garganta; había estado conteniendo las lágrimas, pero logró responder en silencio. Iría al baño, se lavaría la cara y se pondría el vestido nuevo. Ella respiró y se sacudió lo que acababa de apretarle el pecho. El helado parecía una buena idea, un buen final para el último de sus pequeños paseos. Él aún recordaba su sabor preferido. Y, de todos modos, ya casi era hora de irse a la cena.