Encontraron al niño tumbado en el terreno árido. La herida atrás de su cabeza, invadida por las moscas, era un corte irregular con los bordes desgarrados e imperfectos, hecha bruscamente por un inexperto, a la ligera y con un arma poco filosa. Había intentado huir, dejando a su padre en casa, quien ahora, al igual que él, dormía para siempre con una herida en la cabeza.

Más tarde en la mañana, alguien vio al viejo caminando apresurado por el baldío de maleza amarillenta que lindaba con su casa, sin camisa, con las botas blancas salpicadas con lo que parecía ser la misma sustancia roja que se deslizaba por el filo plateado del machete.

Al mediodía, indiferente al ruido del vehículo y las luces de la patrulla que lamían las paredes de adobe de su casa, sentado en un tronco enterrado en el suelo de tierra y devorando a mordiscos lentos ciertos vegetales silvestres, extravagantes y amargos, mantuvo impasible el ritmo de su masticación.

A través de la claridad de la puerta vio entrar al cabo Valladares y a otro que lo doblaba en peso y tamaño.

—¡Buenas! —dijo Valladares, tratando de ser lo más amable posible.

—¿A qué se debe el gusto? —contestó el viejo, con la boca llena.

—No se mueva, tenemos orden de registrar este lugar.

El anciano siguió comiendo sus vegetales extraterrestres, con cierta tranquilidad, vigilante de la actividad del otro policía que tras Valladares revolvía las cosas de la casa.

—Ese no es el procedimiento —dijo de pronto el viejo— cuando el policía le asestó una patada a las cajas donde guardaba ciertos andrajos que consideraba de valor.

—Y usted qué va a saber cómo es el procedimiento —dijo Valladares.

El otro policía continuaba vaciando cajas, moviendo taburetes y mesas, destapando inútilmente frascos con contenidos indiscernibles, revolviendo ropa y metiendo las manos por las rendijas de las paredes.

—Usted va a tener que contestarme unas preguntas —le dijo Valladares al viejo, quien seguía impasible, solo moviendo de un lado a otro una barbilla entrecana y de chivo.

—¿Usted, a qué se dedica?

—Yo soy músico.

—Así que músico. ¿Y qué toca?

—El contrabajo —dijo el viejo tristemente.

Alzó los hombros y volvió a decir:

—Es lo que hay.

Luego pareció concentrarse en el lejano paisaje de montañas que se miraba por la puerta, resplandecientes con el brillo del mediodía. Los policías miraron hacia afuera, y el otro, que había terminado de catear las pocas cosas de la casa, se dirigió presuroso hacia la puerta a continuar buscando afuera.

Valladares se mantuvo firme, mirándolo desafiante, notó que ni siquiera había tenido la astucia o la decencia de quitarse las botas embarradas con la sangre reseca y hecha costras. 

—Si no me cree, mire, ahí está el contrabajo —dijo el viejo señalando con un dedo nudoso el instrumento abandonado en una sucia y oscura esquina de la casa.

Era extraño, pensó Valladares, podría haber jurado que hacía unos momentos ese instrumento no estaba ahí. Quizás el calor insoportable, el brillo cegador del sol y el polvo fino y rojizo, suspendido por un viento caldeado que soplaba del oeste y que se metía por todas partes, lo estaba haciendo perder la concentración. Respiró profundamente, trató de calmarse y armar su interrogatorio con un nuevo esquema.

—No le creo mucho —dijo más calmado— ¿A ver y dónde toca?

—Con el mariachi Los Norteños del Suroeste, trabajamos en los bares de la ciudad, casi siempre estamos en El Tijuana, la canción a dos dólares y las tres por cinco.

Valladares sintió que la sangre le hervía.

—Son los nombres más absurdos que he escuchado. Mejor dígame de dónde venía usted esta mañana con el machete desenvainado.

—De cuidar el maizal.

—¿Cuál maizal? —preguntó Valladares amargado—. Usted no tiene maizal, no tiene nada, aquí nadie cultiva nada, esto es un desierto, ¡aquí no llueve nunca!

Afuera, entre unos troncos, el otro policía encontró el machete con la sangre seca. Entró a la casa, exultante y sudoroso, sonriente se lo mostró a Valladares, quien solo asintió con la cabeza y luego se dirigió al viejo.

—Esa es la prueba de que usted mató al ciego y a su hijo hoy en la mañana.

El otro policía sujetaba por el mango de plástico el arma homicida.

—Lo vieron por la mañana con ese machete chorreando sangre, usted venía de matarlos —dijo otra vez Valladares.

—Maté a un Tamagaz y no encontré agua para lavar el machete, tampoco tengo agua aquí en la casa —dijo el viejo.

—¿Sí? ¿Y las culebras tienen tanta sangre?

—Esa sí tenía bastante.

—Tenemos información confiable de que usted les tenía envidia, y de que usted era el único que había tenido problemas con ellos —le dijo Valladares—. Además, tiene usted la bota manchada de sangre.

  —No es sangre, es barro.

  —¿Barro? Para hacer barro se necesita agua, y usted ya lo dijo: aquí no hay agua. 

  —Sabe qué —dijo el viejo con seriedad—, no se haga el gracioso conmigo, usted sabe bien que esto es un cuento, y que usted y yo solo somos unos tristes y mal formados personajes que machacan parlamentos aburridos y trillados.

  —Señor, usted no está bien —le contestó Valladares—, está medio loco.

  —Usted está loco —replicó el viejo—, porque usted no es más que tinta ¡Tinta y papel! Y a veces ni eso, porque a veces usted no es más que unos cuantos bits en una computadora rasposa.

  —Me temo que voy a tener que llevármelo, señor, no está usted bien de la cabeza. ¡Martínez, las esposas! Ya le voy yo explicando a este viejo cómo es el procedimiento.

  Martínez no se movió de dónde estaba.

  —¡Martínez! —volvió a decir Valladares—. ¿Qué putas pasa ahora?

  —Yo es que creo que es cierto, mi cabo. Dejémonos de cosas, esta no es más que una historia sin sentido, los niveles de realidad son pésimos, el lenguaje demasiado pretencioso y el argumento ni se diga, pobrísimo, plagado de clichés. Este hombre no ha hecho nada y nosotros aparecimos de pronto.

  —Parece que el único que no se da cuenta de la realidad es usted, mi cabito —dijo el viejo sonriendo.

—A mí no me vengan con sus inventos.

—Así que no me cree, qué tal si le digo que usted no me va a capturar hoy ni nunca, porque este es el día de su muerte, para que se dé cuenta de los beneficios de la ficción —dijo el viejo.

Entonces Valladares se llevó la mano a la cintura para desenfundar su arma reglamentaria, pero no encontró nada, solo la funda vacía.

—¿Buscaba esto, mi cabo? —dijo el viejo, sosteniendo el arma de equipo de Valladares con una mano sucia y huesuda.

—¿Pero qué carajos pasa aquí? —preguntó Valladares— ¡Martínez! —gritó asustado, pidiendo ayuda.

El viejo le apunto con la pistola.

—Camine para el patio, mi cabo —le ordenó—, que ya muerta la gente se pone bien pesada y no quisiera tener el costoso trabajo de sacarlo de aquí.

—¡Martínez! —volvió a decir Valladares.

Tras él, Martínez también le apuntaba con su arma.

—Ya oyó, mi cabo, para el patio, aproveche los beneficios de la ficción.

Asustado, con el corazón palpitante y el incisivo miedo a la muerte que lo había sitiado toda su vida, tuvo que obedecer. Caminó con las manos en alto hacia la puerta. Al salir, el resplandor del sol lo cegó por unos instantes, al recuperar la visión, vio en el suelo resquebrajado la fosa recién cavada que serviría para su cadáver.

—Arrodíllese por ahí y hágase el blandito —dijo la voz del viejo, que cada vez era más firme y juvenil—, ya va a ver que no le va a doler nadita.

Se arrodilló al borde del agujero cavado para él.

—Se mira pequeño, ¿no? —dijo el viejo—, pero está hecho justo a su medida, créame.

Con lágrimas en los ojos, miró a su alrededor, con la leve esperanza de pedir ayuda, deseando que ocurriera cualquier imprevisto que le salvara la vida, pero solo vio los árboles que circundaban la casa achicharrados por el calor y más allá una cerca de alambre que delimitaba un extenso terreno cultivado con un maizal seco, donde bandadas de pájaros córvidos mantenían un concierto de graznidos y hacían crujir las hojas secas con su agresivo aleteo, a lo lejos, las montañas arrasadas. Nadie.

Escuchó las pisadas a su espalda, acercándose, el chasquido al cargar los 9 milímetros, el sonido de aquel mecanismo fatídico dispuesto a matarlo. Cerró los ojos con todas sus fuerzas, esperando por fin el momento al que nunca quiso llegar, pero al que siempre temió, temblando y sudoroso. Pensó en dioses milenarios, pero no pasó nada, solo el gorjeo de los cuervos, intenso, no pudo pensar en otra cosa.


Antes de abrir los ojos, escuchó el sonido de las gotas de lluvia que golpeaban, gruesas, la dura lamina del techo. De a poco, en una temblorosa nubosidad, distinguió las sillas montadas en las mesas y a las meseras, silenciosas, apretujadas junto al cuarto de baño, mirándolo con cierto rencor en aquella mesa atestada de botellas de cerveza vacías. No supo de dónde, pero una de las meseras, con la cara grasosa de sudor, la línea de las cejas tatuada y la ropa llena de lamparones, apareció frente a él para terminar de sacarlo de su lapsus etílico.

—Cerramos hace media hora —le dijo la mujer.

De la misma manera en la que desenfundaba su reglamentaria, Valladares buscó a tientas en el bolsillo trasero su billetera, sacó un billete de una denominación desconocida y se puso de pie, tambaleándose, con un agrio y asqueroso regusto en la garganta. Caminó, zigzagueando entre el espacio vacío que dejaba la hilera de mesas, casi a tientas, reteniendo el vómito mientras buscaba la salida.

En la puerta encontró un grupo de mariachis ambulantes que se resguardaban de la lluvia, ateridos y pálidos, abrazando sus instrumentos devastados por la intemperie y las notas de muchos días. El viejo abrazando el contrabajo lo vio y movió maquiavélicamente su barbilla de chivo.

Afuera, no logró sostenerse en pie, en la acera mojada y bajo los hilos de agua cayendo de los alerones del techo, perdió el equilibrio y cayó de rodillas frente al mural del bar, como suplicando misericordia a las enormes y cuadradas letras pintadas en la pared El Tijuana. Comenzó a vomitar.