En algún momento, el común de las personas hemos recibido, leído y rolado el archivo pirata de una obra literaria. Según la lógica de la propiedad intelectual, esto nos convierte en delincuentes. Según la lógica de la literatura, esto nos convierte simplemente en lectores. 

A menos que se tenga un Kindle o un aparato parecido, leer libros piratas digitales es bastante desagradable. Los ojos se tuestan, a veces irreversiblemente, o las ediciones están mal diagramadas o el escaneado es tembloroso, etc. ¿Por qué alguien se sometería  a este tipo de lectura? A fin de cuentas hay quienes piensan que un libro pirata es un libro robado, que es un insulto al trabajo del artista, o que implica desinflar todavía más los escasos ingresos que los escritores perciben de la venta de sus libros.

Los propios escritores han reclamado al respecto, con el derecho que tienen sobre la obra que con gran esfuerzo han producido. Aunque en el fondo el reclamo es válido, es bastante probable que esté mal dirigido. Creo que es un error interpretar el fenómeno de la piratería en términos de culpa. Más bien, me parece que la piratería es una solución a un sistema que hace aguas por todas partes: el sistema del mercado editorial, que es una arista mínima del sistema capitalista.

Dan tremendas ganas de pintar a las editoriales como las villanas del asunto, pero hacerlo no sería del todo cierto. (Eso sí: hay editoriales monstruosas, hipertrofiadas, como el monopolio de Penguin Random House). Las editoriales, a fin de cuentas, son casas que producen libros, focos de difusión de autores y obras, etc. Pero son ellas quienes tienen el poder de fijar en metálico el valor del trabajo artístico. A quien deben reclamar los escritores es a las casas que los publican.

Alguien que se avienta a leer en una laptop una novela de 300 páginas no está denigrando el trabajo del autor: al contrario, lo tiene en una estima tan alta que está dispuesto a leerlo en condiciones precarias antes que perdérselo por falta de dinero. Y luego esta persona va, comenta, recomienda, eventualmente puede que ahorre y compre el libro, y así como ella, una red entera de lectores que no tienen cabida en el mercado editorial porque, como a casi todo mundo, el dinero no les alcanza. 

Y entonces, qué es un lector: ¿un cliente o una persona que lee? En papel, por lo menos, esta distinción no existe, o por lo menos no existe como dos opciones mutuamente excluyentes, sino al contrario, como dos funciones que se complementan para aceitar y calibrar un sistema. Para variar, la realidad es otra: la literatura, el cúmulo de obras producidas desde la invención de la escritura, vive solamente por la gente que busca estas obras y las disfruta o las desecha.

La industria editorial moderna, por otra parte, vive solamente de clientes, de gente en condiciones de pagar por los libros que consume. Y el problema radica en que esta industria pretende tener el monopolio de la literatura, o por lo menos fungir como el chucho guardián que decide quién puede leer y quién no. 

El libro pirata soluciona esa brecha. ¿Quién lee ediciones piratas? La gente orillada por la gran mano invisible a comprar o no leer, una lógica que a muchos les parecerá justísima, pero que a mí me resulta obscena. La piratería nos recuerda esa diferencia entre mercado y literatura y nos ayuda a paliarla, por lo menos a ese sector (siempre minoritario, pero ya no tanto) que posee una compu o un lector electrónico. 

Al hablar de El Salvador, y quizás de Centroamérica, aunque propiamente conozco solo El Salvador, tengo que matizar estas declaraciones. Las grandes editoriales aquí brillan por su ausencia en términos de edición y, hasta hace muy poco, también de distribución.

La producción salvadoreña ahora es una cancha de editoriales pequeñas, siempre en la lucha de la supervivencia, de tirajes exiguos que con bastante esfuerzo salen de San Salvador, muchas veces en demérito de las obras publicadas, que merecerían un público más amplio. El panorama nacional se cierra todavía más con la reciente clausura de la DPI, la editorial estatal, a manos de la nefasta administración de Suecy Callejas.

Yo mismo he tenido el privilegio de ser publicado con Los Sin Pisto y he conocido la precariedad de los sellos editoriales nacionales, tan de cerca, o casi tan de cerca, como conozco la precariedad de los lectores que no tienen en el bolsillo más que lo del pasaje, y a veces ni eso. A pesar de todo, creo en la urgencia de apoyar estos proyectos, así como de garantizar que estos proyectos puedan apoyar a sus lectores, sobre todo ahora, cuando la situación general del país tiende al deterioro y solo al deterioro. Esta simbiosis es necesaria, sino por solidaridad, al menos por mero instinto de supervivencia.

Además, el problema de la literatura salvadoreña es que, como los guineos, caduca a corto plazo. En una columna, Jacinta Escudos explica que publicar en El Salvador no implica salvarse del olvido, porque aquí difícilmente se reedita alguna obra, y en cuanto se agota el primer tiraje, casi siempre en manos de amistades y conocidos del autor, esta desaparece del mapa. ¿Quién ha leído los XXX cuentos de Ricardo Lindo? ¿Quién ha leído a Lilian Serpas, la poeta que Bolaño hizo famosa con “Amuleto” y que en El Salvador es más desconocida que la nieve o que la democracia? ¿Y cómo culpar a cualquiera de ser ignorante sobre su país y su literatura, si en la práctica esta es patrimonio exclusivo de un grupo reducidísimo, universitario, clasemediero y citadino?

En vista de ello, piratear y difundir estas obras perdidas no constituye en ningún momento una ofensa al autor, sino todo lo contrario: una manera de devolverlo a los lectores, de sacarlo de la tumba y permitir que sus libros se confronten con los criterios de una nueva generación que tiene perfecto derecho de leerlos. 

En fin, parafraseando uno de los peores poemas de Roque Dalton (cuya obra casi completa puede hallarse gratis en internet): creo que la literatura, como el pan, es de todo mundo. Pero, a diferencia de la lucha por el pan, la lucha por la Literatura la vamos ganando, aunque sea parcialmente, gracias a la piratería que ha llegado para quedarse.