Huele a cobre. El calor tiembla en los paneles transparentes que cazan los biodesechos en el aire, sus invisibles redecillas electrocutan el material flotante de siglos y siglos de contaminación humana. Los módulos habitacionales se superponen en la superficie, a modo de colmena, ordenados como un laberinto hexagonal, acorde a un sistema de castas que permitió la supervivencia de humanos privilegiados durante las últimas grandes guerras. Tras del cristal, Sidhartta sesga levemente la mirada hacia esos destellos tecnológicos que ocultan el cielo. 

De los últimos transportadores del día descienden obreros uniformes que se encierran en sus módulos. Su invariable rutina consiste en apenas conversar entre sí verbalmente, es más fácil hacerlo por las pantallas lumínicas que cada quien controla con impulsos visuales. Desde que los científicos descubrieron patrones emocionales y lingüísticos en la retina del ojo humano, las tecnologías de las comunicaciones se volcaron a codificarlos y generar dispositivos que permitían transmitir información con el menor esfuerzo posible.

Ya no es necesaria la palabra ni la sonrisa, las pantallas lumínicas son el portal maravilloso donde todo es posible, donde una extensa red transmite lo indispensable. Al llegar a sus centros habitacionales los obreros pueden estar conectados hasta con ocho pantallas simultáneamente, al convertir las unidades lingüísticas en impulsos eléctricos más fáciles de codificar, por medio de lecturas de retina, el tránsito de la información se multiplica un millar.

Sidhartta estira su cuello hacia un lado y otro. Anhela ese cálido encuentro con el cubo minimalista que alberga su existencia en la Tierra. Simultáneo a otros, camina entre las laberínticas callejuelas del hexágono gris, se para frente a una puerta exactamente igual a las otras mil puertas, con la única diferencia que esta se abre inmediatamente. Sidhartta coloca su mano extendida a un centímetro de distancia. 

Dentro hay poca luz. Frente a ocho pantallas etéreas y flotantes tiemblan los ojos de Sidhartta, un extraño impulso de ver hacia la ventana vuelve a él. Sidhartta se avergüenza de ello. En ocasiones, cuando está solo, siente una curiosidad extraña por la vida fuera de las pantallas lumínicas. Afuera el rojizo cielo es ocasionalmente alterado por luces intermitentes de las torres de vigilancia y los vehículos automáticos de control ciudadano. Los gases industriales opacan las luces con sus tonos verdosos o grises. Nuevamente el atisbo de curiosidad desvía su mirada a la ventana. Esta vez su corazón se precipita también, extrañamente se siente a la expectativa. Él no sabe el nombre de dicha sensación, los humanos han olvidado cómo nombrarla. Sidhartta está experimentando su intuición. 

“Viento” piensa, y mientras sus ojos se posaban lentamente en los multicolores de las pantallas, vino el sobresalto. Un ruido incoherente viene de la puerta, parece que alguien golpea efusivamente, lo cual es un suceso totalmente improbable, dado que los obreros tienen sus rutinas definidas, en ningún momento contemplan que alguien irrumpa a tocar la puerta. Pero el sonido continúa. Sidhartta está desconcertado ¿habrá roto alguna regla durante su estancia en la fábrica?, ¿será algún error del sistema de control ciudadano? Con pasos inquietos abre la puerta. Frente a él un anciano corrompido por la debilidad y el descuido se tambaleó suplicante.

—Joven, me he perdido —dijo casi en un susurro.

—Eres un caminante —le señaló Sidhartta con su voz suave, poco experimentada, frívola e inexpresiva. Su voz era como un zumbido de abeja. 

Sidhartta se sorprende de su propio asombro. Sabía que los caminantes eran los restos de etnias humanas que vagaban por las ciudades bajo la promesa de sus líderes políticos de encontrar nuevas zonas de asentamientos. Pero desde las pantallas lumínicas las historias de los caminantes parecen incluso un mito. Ahora, completamente perturbado, tiene frente a sí a un ser periférico de la sociedad, con sus ropas llenas de lodo y yerba. Si el caminante pudiera leer los impulsos eléctricos en la retina de los ojos de Sidhartta, encontraría esas emociones primigenias que las tribus humanas experimentaron ante el primer fuego. Un silencio de incertidumbre se hizo entre ambos. Los obreros nunca han tenido necesidad excesiva de códigos verbales. Mientras Sidhartta juega mentalmente con la gramática intentando armar una frase, un estruendo profundo seguido de una serie de sirenas desesperantes rompe el relativo silencio de la ciudad. 

—Alerta bélica —dice intranquilamente, pues no sabe cómo manifestarle su miedo al visitante extraño— señor caminante, el protocolo obliga resguardo. 

De alguna manera, entre el caos de los aullidos de las alarmas, el zumbido insoportable de las naves de armas experimentales y la oscuridad generada por el principio de “ahorro energético habitacional ante una emergencia bélica”, ambos sujetos lograron adentrarse al refugio en el subsuelo, una especie de sótano con equipamiento de supervivencia, obligatorio en la arquitectura de los módulos de vivienda tan comunes en los estados corporativos. 

Unos pequeños reflectores incrustados en las paredes se encienden, es toda la luz posible en el refugio del subsuelo. En toda su vida Sidhartta ha estado solo dos veces ahí, cazando una rata. Hace más de seis décadas que no ha habido una emergencia bélica, los estados corporativos están en relativa calma, la batalla por los recursos no ha sido necesaria desde el despojo de las patentes científicas de la vida silvestre para convertirlas en activos de las empresas. Ahora la información también puede patentarse, por ello surgieron los estados corporativos y sus respectivas guerras, grandes firmas privadas que deciden en forma legítima el futuro de la humanidad.

El refugio es cálido, pero un poco siniestro, sobre todo en compañía de un gusano mitológico paria de la civilización. Sidhartta se siente inquieto, pero ofrece una bebida caliente al caminante que está sentado en el suelo, con su rostro totalmente perdido en el vacío. Por medio de los altavoces de control ciudadano se anuncia que la alerta indica dos días de aislamiento. Parece ser que las corporaciones no lograron un acuerdo sobre la propiedad intelectual de un nuevo método de sugestión de quimera durante el sueño. 

—¿Dónde están los demás? —pregunta Sidhartta. Él sabe que los caminantes no viajan solos. 

—Nos dispersaron en las fronteras… —un sonido gutural como de cansancio sale de la garganta del viejo. Sus ojos vacíos parecen opacos, muertos por la simplicidad del dolor. —He visto muchas otras guerras de este tipo, son solo excusas, al final el amanecer descubre el llanto, la destrucción es el combustible de los estados corporativos. Todo lo consume el fuego. Somos polvo. 

—Tus palabras son extrañas —suspira Sidhartta. No puede describir las inefables sensaciones que experimenta al escuchar al caminante. Ni siquiera bajo el estímulo de veinte pantallas lumínicas podría sentir este extraño latir del corazón. 

La oscuridad se intensifica. Sidhartta permanece en un estado de aturdimiento, la vida fuera de las pantallas lumínicas es demasiado estimulante, pero incierta para alguien que solo sabe cómo ser un obrero. El caminante está cobijándose a sí mismo, indiferente e imperturbable, como si ya hubiese sido testigo de todas las desgracias de la tierra.

—¿Hacia dónde van? —pregunta Sidhartta, con la mirada de un niño.

—Siéntate joven —señala el suelo el caminante, en la tranquilidad de su voz pausada su historia suena como un río—. En la lejanía, tras las murallas metálicas y las fosas de la milicia, se extiende un llano. Ahí puedes sentir desnuda la piel de nuestro planeta, sus imperfecciones, sus heridas que los siglos van cerrando. Basta acercar tu rostro al polvo y casi la sientes respirar. La piel de la Tierra tiene un lenguaje inimitable, no hay música, no hay poema, no hay pintura que logre captar la inmensidad, la antigüedad milenaria, la nimiedad de la vida. Y al alzar la vista, un paisaje extenso iluminado por el sol te indica el camino hacia ruinas de gloriosos templos donde los seres humanos nos sentábamos para descansar del dolor del mundo. Ahora están vacíos. Ahora todos hemos huido. Hubo un tiempo en que las bestias y los hombres caminábamos al unísono, si a nuestro paso tomábamos algo debíamos retribuirlo antes de dar dos pasos. Si nuestra mano derecha era destructora, entonces nuestra mano izquierda era creadora. Ese es el movimiento danzante del universo, los humanos aprendimos la danza a través de los milenos, hasta que nuestro ritmo se precipitó. Luego vino el desierto, como una lepra fue avanzando a través de las selvas y las montañas. Ellos creaban la guerra, mientras llorábamos se llevaban la vida, al abrir los ojos ya solo éramos caminantes. 

—¿Podían quedarse?

—Quedarse es morir. Los siglos pasan y somos miles, seremos miles, llenaremos los llanos. Esta pequeña caja donde duermes se romperá y serás libre. Las pantallas que te mantienen preso perderán su luz. En lugar de eso todos podremos ver la luz de las estrellas.

—¿Estrellas?

—Así es. Tú no lo sabes, pero tras esos colores tóxicos que adornan el cielo hay un universo. Ese universo está lleno de estrellas, puntos de luz brillantes inamovibles, ojos pequeños donde se refleja nuestra propia historia. Como si mil luciérnagas ardieran. Podrías postrarte en la tierra y ver al cielo, aunque hubiese oscuridad las estrellas iluminarían tu camino. En las estrellas está escrita la historia de la vida y poseen una música secreta que solo se puede conocer en el silencio. 

Sidhartta se inclina, sobre su cabeza solo hay una superficie plana y gris. Más allá de ella se escuchan retumbos siniestros de un despliegue bélico. Las historias del caminante parecen de otro mundo, no de este que se desmiembra.

—Mi nombre es Sidhartta. Nací obrero ¿nacieron ustedes caminantes?

—Sidhartta —sonrió— todos nacimos caminantes. 

El cansancio los vence. Es la primera vez que Sidhartta se duerme contemplando las imágenes que su cerebro fabrica, en lugar de los destellos de luz de una pantalla flotante. 


Vuelve a la vida de un sobresalto. Una oscuridad profunda lo rodea. Vinieron por el caminante. Una tenue luz le muestra la entrada del refugio forzada, sube a la superficie abatido por el terror. No hay nada. El módulo habitacional está destruido. Soledad. Viento arenoso. Era todo cierto, lo que el caminante dijo, lo del despojo y la ruina. No más pantallas, no más rutina, no más volver a casa luego de la fábrica. La ciudad está destruida.


Sidhartta camina entre el polvo lleno de confusión, restriega sus ojos. Camina durante horas intentando alejarse del caos. A lo lejos descubre otros obreros que se postran en el suelo estupefactos ante el desmoronamiento de la vida conocida. Él inicia su éxodo pensando en el caminante y sus historias extrañas. Las horas pasan. Al encontrarse en la soledad de una planicie una luz extraña llama su atención. Alza la vista al cielo. Sidhartta cae de rodillas y sus lágrimas brotan. Miles de ojos de luz le observan. Jamás vio algo tan bello.

Frente a sí en la distancia, enormes hongos de fuego se alzan poderosamente. El corazón se agita, las estrellas tiemblan sobre el llano. El alma es una ola expansiva.